Parece ser que el Monstruo de Amstetten ha concedido una primera entrevista a un diario sin haber cobrado por ello, ya que en Austria está prohibido pagar a los criminales por sus experiencias. Esta inteligente medida contrasta con la situación española, donde proliferan con naturalidad las entrevistas mediáticas a golpe de talonario, ya se trate de convictos, famosos de medio pelo o políticos repudiados. Es cierto que vivimos en un Estado liberal e impera la ley del mercado. El problema, como en todo, radica en el exceso.

En el caso de la televisión, la fórmula es conocida: «prime time», un presentador audaz, unos tertulianos con diarrea expresiva y una buena red de soplones, fisgones o difamadores que aticen el fuego del espectáculo. El resultado: un sarao donde fulanita cuenta los chismes de menganito, quien volverá a insultar a zutano, que, a su vez, verterá unas lágrimas de cocodrilo para alimentar el debate nuevamente. Los fogoneros son los guionistas, los montajistas y componedores de historias, que al igual que las zurcidoras de virgos medievales reconstruyen los espejos rotos de la vida de los famosos para ponerlos en disposición de nueva rotura.

Se dirá que si el público quiere asomarse a esas intimidades y cuitas, problema suyo. Y aunque es verdad que el morbo, el voyerismo y la curiosidad son cautivadores para quien viene agotado de trabajar o está desolado por la crisis económica, lo cierto es que el fenómeno de la Telefrivolidad deja en mal lugar las cualidades más nobles del ser humano, que son zarandeadas y envueltas en chismes y procacidades. No es bueno jugar con las emociones, amores y desamores, filias y fobias, secretos e intimidad de las personas. Al verterse verdades a medias y enredar tanto, el derecho a la intimidad y a la imagen se frivoliza, de manera que parafraseando precisamente una canción famosa cabría decir que «se nos rompió el honor de tanto usarlo».

Junto a ello, se produce una devaluación de los héroes actuales, que gracias a la pantalla se convierten en un pésimo ejemplo para la juventud. Hoy en día, con el trampolín de «Sálvames», «Grandes Marranos», «Confesionarios de Patricia» y programas similares, cualquier cantamañanas pasa del anonimato a presa codiciada de entrevistas, con derecho a opinar sobre lo divino y lo humano, y con pasaporte para vivir sin la condena bíblica de trabajar con el sudor de la frente.

Desde el punto de vista jurídico, lo más llamativo es que cualquier periodista, filósofo o adventista del séptimo día, por poner un ejemplo, es capaz, en directo y sin notas, de calificar sentencias, etiquetar a los jueces y dictaminar jurídicamente lo que a un experto le llevaría sesudas tareas investigadoras. La perplejidad del jurista aumenta cuando contempla la utilización abusiva del servicio público de la justicia que pagamos todos: las demandas en el mundo mediático proliferan y no pocas veces son planteadas como caja de resonancia de trifulcas nimias o simple estrategia para aumentar la cotización de una exclusiva.

Confesaré como anécdota absolutamente cierta que, con ocasión de publicar en mi blog hace año y medio un artículo desmitificando al exprofesor Jesús Neira, fui invitado personalmente a participar en el programa «La noria». Pese a la amable y bien retribuida invitación, la rechacé, pues suponía un camino sin retorno hacia el mundo de la farándula, pero, sobre todo, no me atraía nadar televisivamente en un foro infestado de tiburones y vocingleros, despiadados en su lucha por alimentar ese monstruo de millones de ojos que son los niveles de audiencia.

Y es que frecuentemente esos programas enarbolan la libertad de expresión para pisotear otros valores constitucionales como el derecho al honor, la intimidad personal y la propia imagen o la protección debida a la infancia y juventud. Pero no vale todo, y cuando los códigos deontológicos no se cumplen debiera intervenir la ley.

(*) Magistrado