Esta semana me llamaron por teléfono para que opinara sobre los cambios ortográficos hechos por la RAE. ´Parece que se ha organizado cierto revuelo con eso...´ me dijeron. Contesté que no era, exactamente, así. Que la mayor parte de revuelos, hoy en día, se organizan desde los medios. Ocurre algo y con llamar a seis o siete personas de distinto parecer, ya se tiene la polémica asegurada. Es una costumbre que se ha instaurado impunemente y que desfigura la realidad hasta límites curiosos. Luego, los columnistas hacemos el resto, opinando aquí y allá sobre lo divino y lo humano.

Hecha esta salvedad, le comenté a mi interlocutora que lo malo no eran los cambios ortográficos –nos gustaran o no esos cambios– sino que la gente hablara tan mal y la cosa fuera, además, a peor. Ésta es una enfermedad social que parece recorrer el proceso inverso a la teoría de la evolución. A la involución a través del deterioro del lenguaje, quiero decir. Y va desde el Parlamento a la televisión -¿o es al revés?-, por poner dos ejemplos de democracia participativa que reflejan lo que ha venido en llamarse el sentir de la calle. O lo reflejaban, que a veces dudo.

Entonces empecé con mis pegas a dichos cambios ortográficos. Al fin y al cabo se me había llamado para eso. Y más o menos, dije que respecto a la ´b´ y la ´v´, los que distinguimos su sonido en España (o simplemente lo hemos enriquecido desde la heterodoxia) –nosotros, los mallorquines, por ejemplo; o los catalanes del sur, sin ir más lejos– deberíamos protestar por la homogeneización de ambos. Que respecto a la supresión de la ´ll´, mi protesta era firme: perdía la inicial de mi apellido paterno, aunque esa pérdida lo fuera desde hacía once años. Que fue –en la anterior gramática– cuando la ´ll´ se disolvió como tal para pasar a ser una ´l´ detrás de otra (lo recuerdo porque escribí un artículo en estas páginas sobre el asunto). Continué con ´quorum´ y ´Qatar´. De la primera dije que pasarla a ´cuórum´ me parecía una cursilada y un daño colateral de la práctica inexistencia del latín en los planes de estudio, esa desgracia. De la segunda –convertida ahora en Catar– dije que el maquillaje de su inicial suponía restar la magia que encierran los términos geográficos extraños y alejados, aunque digamos Londres y no London, añadí. Para acabar me centré en la ´i griega´ y comenté que su metamorfosis en el sonido ´ye´ era liquidar una letra elegante y mediterránea, en favor del sonido de un carretero azuzando a su bestia. Eso dije respecto a la ´y´, nominación que siempre me ha parecido maravillosa y un homenaje a uno de los dos lugares de donde procede la cultura occidental: el otro es Jerusalén, por supuesto. Estaba a punto de colgar cuando se me preguntó por la homogeneización del lenguaje, igualando las disposiciones de todas las academias de español –la nuestra y las americanas– y contesté que no estaba enterado del asunto, pero que, en principio, me parecía que los modos particulares siempre enriquecían el conjunto. Una vez hube colgado, pensé que con todo eso se podía escribir un artículo y ya no podría hacerlo.

Como ven, me equivocaba. El jueves estaba leyendo el periódico cuando llegué al reportaje en cuestión. Y me encontré con las siguientes frases atribuidas a mí: ´Los modos particulares enriquecen al conjunto´. Hasta aquí bien, aunque la frase parecía un asteroide flotando en el espacio, porque de todo lo que le había dicho a mi interlocutora no se había publicado absolutamente nada. Sólo se me hacía decir –y la expresión es exacta– lo siguiente: "Ve en la desaparición de la ´i´ griega ´un ejemplo más de la terrible pérdida del latín´. Eso es lo que más le duele, asegura". Aparte de que no recuerdo haber hablado de dolor –me duelen la cabeza o una muela–, no sé qué tiene que ver la desaparición del término ´i griega´ con la ´terrible´ pérdida del latín. Por más vueltas que le dé, soy incapaz de relacionar una cosa con otra. ¿Dónde está la ´i´ griega en el latín? Porque yo no la he visto. Así que para quien leyera esa frase –que por supuesto no he dicho jamás–, uno quedaba como un idiota.

Quedar como un idiota no es en absoluto preocupante. De hecho, la vida nos hace quedar a todos como idiotas en más de una ocasión (y las que nos quedan). Basta hablar para meter la pata. Basta opinar para equivocarse. Pero que aquello de lo que está hecha tu vida -el lenguaje- se use en tu contra (no por mala fe, sino por falta de espacio, descuido o prisas), no es que no me parezca serio; es que me parece otro fruto del contemporáneo todo vale. Pues no: no vale; no en mi caso, al menos. ¿Qué tienen que ver la ´i griega´ y el latín?, a ver. Nada. Sé que tampoco sirve de nada, pero en mi casa –que sólo está hecha de palabras: ahí, entre palabras, es donde vivo– aún quedan cosas con las que o no se juega, o se juega bien. Y el lenguaje –precisión conceptual, vocabulario y ortografía– es la principal: siempre he de recordar que la barbarie empieza con la mala conjugación de un verbo. Los que me rodean –en esto soy un verdadero plasta–, lo saben.