Hay quien sitúa al templo de la Sagrada Familia como ejemplo sublime de arte kitsch (abigarramiento, remedo, pastiche), sobre todo en el mundo anglosajón. Pero en el fondo lo que quizás suceda es que para cierta ética protestante resulte incomprensible semejante alarido de fe, muy lejos de la intimidad de la creencia. A mí el templo me fascina justamente como anacronismo, como última catedral grandiosa, como afloramiento tardío del tiempo en el que el Dios cristiano era el centro de la vida de los individuos, o sea, lo que hoy es el suyo entre los musulmanes. La Sagrada Familia tiene dentro la melancólica belleza de Gotham, una evocación del caos, aunque sea aquietado en fósil, condenado al equilibrio. Los que quieren terminar la obra, aun a costa de falsificarla, no saben lo que hacen. La inconclusión acentúa su belleza suprema de quimera, la acerca al espíritu humano.