El hombre de poder debe esforzarse cada día para que no se le meta dentro, donde se encueva en seguida y luego no hay quien lo saque. O sea, que el poder es para usarlo -bien o mal, según aptitud-, pero evitando inocularse. Si uno ha sido cuidadoso en el manejo de esta sustancia radiactiva puede irse a casa y cursar el resto de su vida como otro vecino, pero si ha dejado que le contamine el cuerpo pueden pasar décadas y seguirá sintiendo como hombre de poder, aunque ya no lo tenga en las manos. Se trata de una enfermedad melancólica, en puro sentido etimológico, una bilis negra que de vez en cuando sube a la boca. El hombre de poder sin poder ejerce en los mortales la fascinación de los muertos vivientes, pero a veces, para espanto de todos, se pone a hablar de las postrimerías (muerte, juicio, infierno y gloria, según el catecismo) como si fueran compañeros de partida de mus.