En mi juventud en París, le dije a mi amigo sueco de Estocolmo, disfrutaba o padecía, según el caso, la dicotomía existencialista de sus dos abanderados de la libertad conceptual. Albert Camus defendía la libertad. Jean Paul Sartre la imponía. Me encantaba Camus. Me aterrorizaba Sartre al imponer "su" libertad por decreto, que por bien articulada que estuviese, que lo estaba, no era democrática, o así me lo parecía.

Actualmente nuestros políticos actúan como Sartre, le dije. Nos imponen "su" política. Ocurre que "su" política es dispar porque se distribuyen el poder en áreas como vasos estancos y cada cual hace en "su" territorio "su" política. Los ciudadanos no son tenidos en cuenta, excepto naturalmente "sus" votantes, que al ser bisagras en múltiples casos, se corresponden con tasas absolutamente minoritarias cuando no irrisorias o meramente simbólicas, de la voluntad popular. Ello ocurre con Turismo en el Govern o en Cort con el botellón, entre muchos otros casos.

En la Unión Europea, continué, el censo de un país, o de una ciudad, como es nuestro caso, es la prefiguración cifrada de los ciudadanos que las instituciones públicas tienen la obligación de proteger.

En Palma sus ediles convierten lo que debería ser una tribuna multicultural cronológicamente avanzada, en una pobre ciudad de querencias provincianas, que no son ni pocas ni leves, convirtiendo su propio paisaje urbano, en fruta vana, que diría Machado.

Ciudad salvada, me dijo, mi inefable amigo por manifestaciones y actuaciones de carácter privado, y en ocasiones de origen extranjero, de altísimo nivel como la temporada del Festival de Música Mallorca o en otro orden de cosas como la Maratón, o la preciosa Tienda cosmopolita Rialto Living.

Ya estamos en plena dicotomía, pensé y así se lo dije.

Dame ejemplos de dicotomías perversas, inquirió mi amigo.

La ecotasa podría ser un buen ejemplo, le dije. Nosotros destruimos luego ellos pagan, era en el fondo el eslogan. Como los autóctonos destrozamos nuestro entorno hubiera sido jurídicamente lógico y licito que los beneficiarios de la destrucción que eran muchos, pagasen el desaguisado. Desgraciadamente hubiera habido culpables propios, y ello era electoralmente impensable. Hubiera habido enfrentamientos. Se hubieran perdido votos. Sólo aquellos que llenaban nuestros hoteles pero que no votaban eran los únicos que propiciaban su culpabilidad. Su inocencia les delataba alevosamente.

En una cena del Cercle Financer con Garrigues Walker me pareció entender que éste captaba la sutileza de nuestra ecotasa sin necesidad de muchas explicaciones. Su sonrisa le delató, o así lo percibí.

Me ofendió enterarme, protestó mi amigo sueco de Estocolmo, que la ecotasa sólo la pagaban los inocentes, yo entre ellos. Pero ¿por qué comparas la Toscana italiana o la Provenza francesa para distinguirla de la Mallorca azorada de los políticos mallorquines? y llegando hasta el umbral de la abstracción ¿en qué se diferencian?

Ellos valoran a su país, le dije, y lo enmarcan en un ambiente de convivencia plena con su entorno, tanto natural como humano. Nosotros no siempre hemos respetado la naturaleza pero no es pequeño alivio constatar que Mallorca continúa siendo la isla más sugerente del Mediterráneo en buena parte de su territorio.

Y ¿qué crees que debería hacerse para evitar que la degradación continúe? me preguntó mi inocente amigo. Tal vez cambiar los hábitos de nuestros políticos, le dije. Convencerles de que el botellón no es la solución para los problemas de nuestros jóvenes. Interesarles en la cultura y asegurarles que el arte es más rentable que la corrupción, y que el turismo tiene que despolitizarse.

Hace algunos años mi amigo Guillermo Graves y su esposa Elena no hicieron visitar la casa-fundación (financiada afortunadamente con nuestros impuestos) de Robert Graves, su padre, en Deià.

Admiramos, entre otros muchos recuerdos, unas fotos donde aparecen Joan Miró, Camilo José Cela y Robert Graves, gesticulando jocosamente con la eternidad.

Recordé la cabeza cana de senador romano del escritor inglés, en una fila delantera en el festival de teatro clásico en los aledaños de la catedral, al aire libre, en una noche de verano de hace muchos años. Al parecer, con el paso del tiempo el teatro ha dejado de interesarnos. Actualmente debemos desplazarnos a Avignon, como tú muy bien sabes, o también a España, para revivir nuestra cultura clásica a Mérida o a Almagro. Ahora ya solo somos "un fue y un será y un muy cansado", como clamaba Quevedo. Y ello me hizo recordar el día en que ayudé a transportar el cuerpo de Robert Graves a su última morada, en el cementerio de Deià, en cuya lápida sólo se le llama, con cuanto acierto, poeta.

Creo recordar que ya me habías contado todo esto, me dijo mi amigo.

El desencuentro con el teatro clásico español, continué, sin darme por enterado, nos llegó de la mano de la democracia curiosamente; el desamor lo impuso el Estado de las autonomías. Nada que ver ni con la Toscana italiana ni con la Provenza francesa. Cervantes, Lope de Vega o Valle Inclán carecen de memoria histórica. Nosotros hemos optado por el botellón. Es cuestión de prioridades en esta dicotomía que a mi me parece perversa.

Tampoco yo estoy presente, protestó mi amigo sueco de Estocolmo en el organigrama municipal. Yo ya te dije en otra ocasión que los extranjeros censados en Palma procedentes de la UE ya somos 34.149 que junto con los 59.232 de otros países ya sumamos 93.149, o sea el 22,1%. Todos nosotros hablamos un español decente o casi. Si a ello le sumas la proporción de castellano parlantes en tu ciudad puedes afirmar que nuestros ediles ningunean a más del 50% de su población. Y ¿qué me dices de los 10 millones de turistas que dan su razón de ser al empleo en general y a vuestra economía en particular? Tampoco ellos tienen derecho alguno a ser informados. Ni tan siquiera en inglés. Ni tampoco en español, ni en alemán, claro. Y sinceramente, ¿qué sería del monocultivo de los que aquí sin la aportación de las gentes de allá?

Será, le dije, porque la semántica provinciana alimentada por la demagogia política interesada provoca situaciones poco propicias para la solución de nuestros problemas reales.

Tal vez sea, me contestó mi amigo sueco de Estocolmo porque "you cannot eat your cake and have it". Y esto también es una dicotomía perversa, sentenció.

(*) Es presidente del Cercle Financer de Balears.