Una voz, una hermosa voz: eso es lo primero que recuerdo de Catalina Valls. La actriz vivió durante bastantes años en el piso de arriba del piso de mis abuelos, en la calle Colón (aunque ahora sea Colom), y era frecuente que nos la cruzásemos en la escalera o que la oyéramos por el patio de luces. También la oíamos en la radio, en Radio Mallorca, en los programas que organizaba el gran Lamberto Cortés, alias Avespa (que era la voz de los domingos en el Carrusel Deportivo). En aquellos programas, Catalina Valls recitaba poemas o leía cuentos o contaba historias. Mi abuelo sintonizaba la radio con ademanes un tanto furtivos, una costumbre –supongo- que había adquirido durante la guerra civil, cuando sintonizar la radio constituía una tarea de riesgo (¿qué pasaba si uno ponía Radio Barcelona en vez de Radio Salamanca, y le oía el vecino de abajo?). En cuanto empezaba el programa de Catalina Valls, mi abuelo nos miraba muy serio y nos decía con los mismos ademanes misteriosos: "Shhh, cuidado, a ver si reconocéis la voz".

Y vaya si la reconocíamos, porque la voz de Catalina Valls era inconfundible. Densa, poderosa, resonante, tenía tantos registros que a veces parecía tener "coloratura", como las mejores cantantes de ópera. He buscado en YouTube si había algún registro de la voz de Catalina Valls, pero no he encontrado nada. Lástima. Tengo la teoría, que quizá sea un disparate, de que cada ciudad tiene una voz propia, una voz que es una especie de fusión de todas las voces, las que suenan en el piso de arriba y las que se oyen en la escalera y las que retumban de noche en la calle entre el ruido de los coches. Y si alguien me preguntase cuál es la voz típica de Palma, esa voz que parecía capaz de contener todas las voces, le diría que escuchara la voz de Catalina Valls, esa voz que ya no se puede oír porque Catalina Valls se murió el viernes pasado y no hay ningún registro suyo en YouTube (aunque espero que se conserven en algún sitio sus programas de radio y sus recitales de poesía).

Quizá el mejor papel de Catalina Valls fue el de doña Obdúlia de Montcada en la adaptación teatral de "Mort de dama" que hizo Pere Noguera en 1981 (y que se repuso en el mismo Teatre Principal en 1998). Pero su especialidad fue el teatro "regional", esas comedias de Pere Capellà y Martí Mayol y Joan Mas que se representaban en las fiestas patronales de los pueblos (antes de que llegaran las plagas bíblicas de Bustamante y Bisbal) y que las compañías de aficionados ensayaban en los locales de una cooperativa agrícola o de una fábrica de zapatos. Ese humilde teatro "regional" tiene mucha más calidad de la que se le suele conceder, y del mismo modo que Lubitsch y Wilder supieron adaptar las farsas de Labiche y Feydeau al lenguaje de Hollywood, los dramaturgos actuales podrían encontrar en esas obras de teatro unos argumentos muy útiles para retratar la Mallorca actual. Pero me temo que nadie lo hará.

Vi por última vez a Catalina Valls en Valldemossa, hace unos dos años. Iba en una silla de ruedas porque la había atropellado un coche y la acompañaba su hija sordomuda (qué ironía que la mujer con la voz más bella de Palma no pudiera hablar con su hija). Su voz, aquella voz tan profunda que yo oía por el hueco de la escalera de mis abuelos, estaba ya un poco cascada, pero seguía conservando la misma vitalidad que tenía cincuenta años atrás. Aquel día, no sé por qué, Catalina Valls se despidió de mí besándome las manos, una muestra de afecto que no es normal entre nosotros, los frígidos mallorquines a los que cualquier roce inesperado nos pone de mal humor. Aquel día supe que Catalina Valls había nacido para anunciar buenas noticias y para estrechar las manos, como si fuera uno de aquellos arcángeles bíblicos que recorrían la tierra buscando a alguien a quien favorecer sin que se diera cuenta. Hay personas así, pocas, muy pocas, pero las hay. Algunas de las ´rondalles´ que me contaba mi abuela en la calle Colón, justo debajo de donde vivía Catalina Valls, terminaban con una fórmula de despedida que muy pocos finales literarios han conseguido superar. Ni Faulkner ni Joyce ni Proust podrían encontrar un final mejor que éste: "I si no són vius, són morts, i si no són morts, són vius. I qui no ho cregui, que ho vaja a cercar. I al cel mos vegem tots plegats". Puede que sea una fórmula, nada más, pero uno deja de creerlo cuando piensa en Catalina Valls. "Al cel mos vegem tots plegats".