Felipe González, apartado de los focos desde hace mucho tiempo, ha regresado últimamente al primer plano mediático en una irrupción clamorosa, estrepitosa, de la mano de Juan José Millás en "El País". El tono que ha utilizado González, hábilmente asaeteado por el entrevistador, es insólito. El ex presidente, tan cuidadoso antaño con la gestión de su memoria, ha dado esta vez rienda suelta a sus recuerdos, a sus decepciones, a sus resentimientos… Y ha realizado una especie de curioso psicoanálisis en el que permite por vez primera que los espectadores participen en su introspección. Todo ello en forma de un torrencial desahogo, en el que se atisban el orgullo de su propia ejecutoria y un inocultable resquemor por unas acusaciones que considera injustas. ¿Por qué ahora tantas revelaciones? Es difícil responder, pero no es imposible establecer una cierta relación entre esta comparecencia y la resurrección del gobierno Zapatero gracias a la potenciación de la figura de Rubalcaba, quien actúa de nexo entre el viejo y el nuevo socialismo, y, consecuentemente, rescata la memoria de la primera etapa del PSOE en el poder, cuyo balance está lejos de haber concluido todavía.

Lo más atractivo de la entrevista desde un punto de vista periodístico es su referencia a hechos históricos todavía confusos. La revelación de que pudo acabar violentamente con toda la cúpula de ETA representa sin duda una reivindicación de sí mismo, pero también un retorno embarazoso a unas polémicas ya archivadas que dañaron al PSOE. Inmediatamente, los mismos que orquestaron el combate mediático contra el GAL han querido ver en esta revelación la prueba de que las decisiones de la guerra sucia pasaban por el despacho presidencial de González. Aunque más bien parece al contrario: González sigue creyendo en la inocencia del general Rodríguez Galindo y, básicamente, en la de Barrionuevo y Vera, que pudieron secuestrar a Marey pero no lucrarse en sus cargos… De momento, esta declaración sugiere la necesidad de que la historia revise sus conclusiones provisionales al respecto.

El desahogo de González tiene además un contenido psicológico reseñable: el ex presidente quiere contribuir a crear su propio mito, a acuñar definitivamente su imagen de estadista. Ratifica su rareza personal en el ámbito familiar, reitera su absoluto desapego al dinero, niega su pretendida ciclotimia, confirma su patológica relación con el poder –"nunca he podido hacer política sin sufrimiento"–, se desnuda al revelar pequeños hábitos cotidianos… Escribe, en fin, los renglones de su propio personaje, marcando con precisión de las cuadernas de la nave biográfica, más con una pretensión historicista que pragmática: es impensable que González quiera regresar de algún modo (ni siquiera a los cargos institucionales de puro relumbrón que ha ocupado en Europa), ni mucho menos que haya una corriente de opinión en tal sentido. Más bien podría pensarse en que a causa de la actual coyuntura decadente fluye la idea de un homenaje abstracto a González, poco antes de que ETA agonice definitivamente y en un momento de la historia de este país es que la falta de líderes en activo y con disposición a actuar es probablemente el principal problema.