Nuestro país –me refiero al reino de España– se pinta como pocos a la hora de esquivar los problemas serios inventándose otros que no lo son y tampoco sirve de nada resolverlos. Hace unos días, por poner un ejemplo, el Gobierno lanzó uno de esos globos sonda a los que tan acostumbrados nos tiene para ver lo que opina el personal acerca del conflicto tremendo que aparece cuando los padres no se ponen de acuerdo acerca del orden en que han de llevar los apellidos sus hijos. La fórmula imaginada podría haber sido, qué se yo, lanzar una moneda al aire a cara o cruz, o jugárselo a los chinos, o consultar a algún vidente –soluciones todas ellas de gran raigambre patria– pero no; la propuesta, retirada ya si no yerro, animaba a seguir el orden alfabético, suponiendo que los padres lo conozcan. En el fondo se trata de un artilugio del todo prescindible, habida cuenta que al presidente y al vicepresidente de ese mismo gabinete autor de la ocurrencia todo el mundo les conoce por Zapatero y Rubalcaba que, vaya por dios, resulta que son sus segundos apellidos. Así que lo mismo habría dado sortearlos, ordenarlos con arreglo a cualquier criterio o dejarlos como están porque, a la postre, les seguirían llamando de la misma manera.

El segundo invento destinado a tener al personal entretenido en tiempos de mucha penuria y gran congoja consiste en reformar la ortografía, empresa absurda donde la haya porque eso, la ortografía ha dejado de ser hace mucho tiempo algo que los colegiales sepan usar. Las faltas de sintaxis, y aún de gramática son, en los exámenes de los alumnos que llegan a la universidad, pan nuestro de cada minuto. Peor aún, los comunicados de los profesores –al menos en los mensajes electrónicos que a mí me llegan– andan repletos de faltas de ortografía si bien en este caso cabe recurrir al clavo ardiendo de que la b y la v están una al lado de la otra en el teclado del ordenador. Así que los muñidores del nuevo reglamento ortográfico me excusarán si, en lo que me queda de vida, sigo llamando i griega, en lugar de ye, como mandan y ordenan, a la y, amén de seguir poniendo las tildes a los adverbios acentuados que las llevaban antes. Total, ya digo, nadie habrá de advertir si acierto o no, habida cuenta de que pasa desapercibida hasta la ausencia de las haches.

Entre una cosa y otra pasamos el tiempo tan ricamente, fijándonos en chorradas y hablando de ellas como si nos fuera algo en el envite. Y así, entretenidos como estamos, quizá nos olvidemos de que el orden que importa es el de las partidas presupuestarias en los transferencias a las comunidades autónomas, y los nombres a no olvidar jamás son los de los delincuentes que nos han llevado a la situación que padecemos hoy. Pero tales cosas no parecen llegar al Consejo de Ministros y, si llegan, de allí no pasan. Salvo que la siguiente propuesta sea la de que a la corrupción se le llame en adelante diastema, brócoli a las especulaciones de los financieros y arrumaco al empeño en engañar al contribuyente. Sin tildes, eso sí, que pensar más puede llevarnos a padecer el cólera morbo.