Dos antiguos asesores del gobierno británico, David Nutt y Leslie King, concluyen en un estudio publicado por la revista médica «The Lancet» que el alcohol es más dañino que la heroína o el «crack» por el deterioro físico y psicológico que produce en el adicto y en su entorno cercano.

El grueso titular se afina en las categorías de perjuicio: crimen, conflicto familiar, daño al entorno cercano, al conjunto de la sociedad, coste económico y deterioro de la cohesión comunitaria. Aunque se pueda cuestionar cómo dan magnitudes, dicen en alto una obviedad que, como «La carta robada» de Poe, está escondida a la vista de todos.

Con los criterios que se han aplicado contra el tabaco, el alcohol debería tener prohibida su venta incluso en los bares pero ni hablamos de eso porque somos un país productor de una civilización productora y consumidora con una religión que consagra vino para convertirlo en sangre del fundador que beben ritualmente los fieles.

Se quiere distinguir del tabaco en que no hay bebedores pasivos. Defina «pasivos». Los cónyuges, hijos y compañeros de trabajo de alcohólicos corren muy variados riesgos psicológicos y físicos. Acaso no les afecte al hígado pero sí a hábitos y vivencias.

Los grandes bebedores son tantos que establecen la normalidad en una sociedad de hábitos alcohólicos donde el abstemio es excepción, en la que en las fiestas familiares se da a probar vino a los niños y en la que los carteles de «prohibida la venta a menores» conviven con bares iniciáticos donde el alcohol está en oferta en grandes dosis al 2x1 de combinados dulzones. La enseñanza «bebe este caldero de alcohol con moderación» no molesta a oscuras. A cielo abierto («el botellón»), sí.

Dichas estas obviedades, remato con otra: lo que menos necesitamos es una nueva causa para adictos de la virtud y cruzados de prohibiciones y abstinencias.