¿Quién dice que las leyes van siempre a remolque de la sociedad? Estos días nos han recordado que una ley de 1999 ya permite a las familias inscribir a sus hijos con el apellido de la madre en primer lugar, y el del padre en segundo. Lo cierto es que muy poca gente aprovecha tal posibilidad. Quizás la desconocen, quizás no le dan importancia, quizás no quieren gastar tiempo en trámites bucrocràticos, o quizás, simplemente, no quieren hacerse ver. Porque la cultura popular es la que es, antigua y arraigada, y los ciudadanos de este país tenemos una determinada manera de decodificar el nombre completo de las personas: damos por hecho que el primer apellido es el paterno, y el segundo, el materno. La pareja que trastoca esa norma tradicional corre el riesgo de pasarse el día aclarando malentendidos, y tal vez esté condenando a sus hijos a un destino similar. Ante tal amenaza, lo dejan correr. Sea cual sea la causa, lo cierto es que la norma no ha servido para cambiar una realidad donde persisten hábitos que, en justicia, se pueden considerar patriarcales. De modo que, otra vez con la voluntad de poner la ley por delante de la realidad, incluso cuando la realidad aún está lejos de la ley anterior, el gobierno prepara una nueva, para garantizar que los dos apellidos tendrán las mismas oportunidades de perpetuarse. ¿Quién dijo que la desaparición del ministerio correspondiente ponia en peligro las políticas de igualdad? Si el proyecto sale adelante, los padres deberán especificar qué orden de apellidos desean para sus vástagos, y si no lo hacen, o no se ponen de acuerdo, el registrador utilizará el orden alfabético. Esa última posibilidad ha sido recibida con un aviso lleno de lógica: determinados apellidos pueden desaparecer en cuestión de pocas generaciones. Los Álvarez tendrán muchas más posibilidades de perpetuarse que los Vázquez. De todos modos, en la vida diaria puede ser que lo del nombre vaya perdiendo importancia. El gobierno proyecta crear un registro central donde a cada español, en el momento de nacer, se le abra una ficha y se le otorgue un "código de ciudadanía". Todos fichados y numerados. Ya hace tiempo que yo mismo, delante de muchas ventanillas, prescindo del nombre y recito las cifras de mi DNI: me lo pedirían igualmente. El funcionario teclea, mira la pantalla y me dice: "hola, Francesc". Porque, oficialmente, me llamo Francesc Xavier: cosas del registro civil en 1955. Y en algunos países me llamo Xavier D. Sala. (Anécdota: unos amigos tuvieron problemas para entrar en EEUU porque el segundo apellido de los hijos no coincidía con el segundo apellido del padre).