Cuando oigo o leo que Llorenç Villalonga fue falangista y anticatalanista, me pregunto cuántos años va a tardar en descubrirse que también fue Jack El Destripador –con lo que Scotland Yard, sin duda, me condecoraría con el lazo de la Orden de Sherlock Holmes–, o que durante unos meses vivió en la comuna capitaneada por Charles Manson y fue el responsable intelectual –así se le llama ahora– de sus tropelías criminales. Son dos líneas de investigación académica que desde aquí ofrezco a quien desee profundizar en ellas: a lo mejor acaban regalándole un doctorado.

En el verano de 1936, Llorenç Villalonga había publicado Mort de Dama y dirigía la revista Brisas, un magazine mensual entre frívolo y vanguardista y, desde luego, la publicación periódica más moderna y elegante de la Mallorca del siglo XX. Una tarde, de visita en casa de su amigo Moragues Monlau, éste –que es falangista– le aconseja afiliarse a Falange Española. Villalonga tiene 38 años y ha sido, en el período de entreguerras, un hombre de costumbres liberales –aunque de pensamiento político conservador– que ha desatado cierto escándalo entre la buena sociedad palmesana con su novela. Son tiempos difíciles: el golpe de Mola se ha convertido en guerra civil y a la intemperie apenas hay protección. Él lo sabe bien, pues es uno de los que ha encubierto al gobernador republicano y escritor Antonio Espina, internándolo en el Manicomio Provincial –del que es subdirector– para evitar que lo fusilen. Moragues insiste y Villalonga sale de la casa de San Felio –el carrer de Ses Carasses– dispuesto a vestir camisa azul y uniforme, cuando los uniformes –salvo el de su padre, militar de Artillería– no le gustan ni poco, ni mucho. Se alista, como médico que es, en Falange Sanitaria y hace guardias de defensa civil en las cercanías del Mercado Central de Palma y en un centro de socorro de la Defensa Pasiva. Tan pasiva que apenas tiene que socorrer a nadie.

Poco después del desembarco de Bayo, corren por Palma rumores sobre las represalias en Manacor. Se habla de fusilamientos masivos y –en voz muy baja– del brutal, vil y repugnante comportamiento con un grupo de enfermeras que acompañaban a la expedición. En el bar Formentor se reúnen varios médicos: uno de ellos, parece, estuvo allí. Villalonga, mirando al aire, critica la falta de piedad con los prisioneros y alza la voz recriminando el crimen de las enfermeras. Él, tan frío siempre. Villalonga se dirige al bárbaro, que enrojece de ira. Hay un tenso enfrentamiento verbal y en los ojos de su oponente, Villalonga –que ya no mira al aire– detecta la enemistad de por vida y el odio que se incuba en las guerras civiles. No es absurdo pensar que, en ese momento, recordara las palabras de su amigo Moragues Monlau sobre la dificultad de los tiempos y la intemperie.

He contado estas dos anécdotas –la de Antonio Espina y la del Formentor– porque no suelen surgir frecuentemente cuando se habla del falangismo de Villalonga. Se citan sus charlas radiofónicas –tan parecidas a sus artículos de Centro, publicados durante la República– y un poema del que se arrepintió y que pertenece más a la estética jungeriana de Tempestades de acero que a la villalonguiana, tan refinada y afrancesada. Pero hay una leyenda negra de Villalonga –uno de cuyos fundadores fue el poeta Blai Bonet, que no lo soportaba– que se pasea como un fantasma cada vez que se habla del novelista. Y que está basada en su reaccionarismo político –¿es delito no ser progresista?– y en su anticatalanismo durante la República, transformado después en indiferencia y desinterés. Respecto al anticatalanismo villalonguiano, se usa el término como sinónimo de no se sabe muy bien qué perversión moral. Como si ser pancatalanista otorgara un certificado de integridad, rectitud y bondad humanas, y no serlo sumiera a su poseedor en una inmunda poza de pecado. ¿Acaso no hubo catalanistas que durante la guerra vistieron el mismo uniforme que Villalonga? Pues la verdad es que sí y no sólo uno o dos. Y en cambio se pasa de puntillas sobre el asunto –o se desconoce: hay que borrar rastros– y sólo se proyecta sobre Llorenç Villalonga, que es uno de los dos pilares de la novela catalana del siglo XX (el otro es Mercé Rodoreda). En cuanto a sus ideas políticas: ¿alguien puede afirmar honestamente que ser reaccionario lo hizo peor escritor que si hubiera sido lo contrario? Porque en este caso estaría dispuesto a afirmar donde sea que Villalonga es tan buen escritor por distintos motivos, desde luego, pero que uno de ellos es, precisamente, su conservadurismo. En su literatura es así: las cosas como son.

He llegado a pensar que lo que molesta de Villalonga no es que fuera falangista un par de años, que escribiera Bearn en castellano, que no fuera catalanista, que tuviera el rostro inexpresivo de un mayordomo inglés, o que se mantuviera distante de las costumbres intelectuales de la época. No, lo que más molesta de Villalonga es que sea tan buen escritor –salvo en su estilo, que fue tan pobre en formas como rico era en narratividad e ideas– y que poseyera una cultura –sobre todo XVII y XVIII franceses, su armazón intelectual– bastante insólita por estos pagos. Y que fuera feliz escribiendo, al margen de todo. En fin, que se saliera por completo del paisaje habitual. Como todo eso no puede mermarse, se va a por la persona, que ya no está. Así nos las gastamos en el mundo de la cultura: encumbrando a mediocres e intentando derribar a maestros. Repito: convendría investigar a fondo porque estoy seguro de que por algún lado están las pruebas que confirman que el médico Lorenzo Villalonga fue, en verdad, el auténtico Jack El Destripador. Aunque jamás pisara Londres y el victorianismo le cayera lejos. En el tiempo, se entiende. Y ahora que lo pienso: incluso es posible que matara a Kennedy. Que alguien compruebe dónde estaba ese día y además de un doctorado, quizá gane el Pulitzer.