Los gobernantes utilizan discrecionalmente la ley del embudo. Unos modos manifiestamente injustos porque, quien hace la ley, debiera cuidar escrupulosamente sus compromisos y no exigir lo que él se pasa por el arco del triunfo cuando conviene.

Me refiero a los pagos a sus acreedores. Sobre todo a eso, aunque quepa preguntarse al hilo del tema cómo pervive, más allá de quien gobierne, una administración tan hinchada como ineficaz si no puede prever estas contingencias. Y los resultados de semejante inepcia deberían llevar a un examen en profundidad. ¿Que no hay dinero?, pues a igual argumento podrían acogerse los ciudadanos para retrasar sus obligaciones tributarias: "No tuve en cuenta los gastos de las vacaciones y me he quedado sin blanca, así que Hacienda deberá esperar a la extra de Navidad". ¡Pero quiá!; prueben a hacerse el sueco, descuiden un plazo y se le caerá el pelo, aunque ellos lo mantengan tupido tras hacer de su capa un sayo con parecidas excusas.

Gastan en lo accesorio, en lo prescindible (de ser emplazado, haré una lista en mi próxima columna) mientras incumplen sus pactos. No me parece que puedan justificarse, con la mejor voluntad, aquellos 400 euros de descuento a quienes declaramos en su día (los exentos por ingresos magros no se beneficiaron del regalo), o una ayuda al alquiler que oigan, quien no pueda asumirlo podría buscar una alternativa mientras haya a quien no le llegue ni para comer. Lo que no tiene pase es que se demoren pagos a empresas o negocios que han adelantado el dinero fiados en la solvencia del ente público y ahora habrán de endeudarse para sacar del aprieto a estos gestores que, encima, vuelven por segundo año -¿o cuarto?- a incurrir en la misma chapuza presupuestaria. El Estado de bienestar no puede sustentarse en un dinero escamoteado a la empresa privada cuando pintan bastos, que se toma a modo de préstamo obligado porque se tiene la sartén por el mango y, encima, sin intereses de demora. Porque no es de recibo que, desde hace años, los hospitales deban a sus proveedores a tal punto que, de serles exigido el pago como se haría con cualquier deudor de menos enjundia, habrían de declararse en suspensión de pagos.

Y, por seguir en el ámbito sanitario hasta el final, veamos qué sucede con las farmacias. ¿Ustedes creen que deba entrar en sus obligaciones la de tamponar los problemas presupuestarios de la sanidad pública? ¿Que se les pueda exigir por ser ésta su principal cliente? Porque es eso, ni más ni menos, lo que está sucediendo más allá del maquillaje conceptual. Se adeuda a las farmacias el coste de la medicación dispensada a los pacientes y que las mismas habrán de abonar a las empresas suministradoras, así que, para el último trimestre (se habla de pagar dos tercios de la deuda correspondiente a septiembre y, después, ni un duro hasta enero), las farmacias tendrán que solicitar un préstamo bancario para ir trampeando. Y, de los intereses, ya se verá. ¿Y por qué no solicita el préstamo la propia Administración, en lugar de trasladar la crisis de liquidez a los inocentes? Ignoro si sería oportuno que la dispensación de fármacos formase parte de las prestaciones públicas y se prescindiese de intermediarios pero, en tanto no suceda, las empresas privadas, sean farmacias, constructoras o proveedoras de canapés, no pueden estar sujetas a una decisión unilateral que se impone por la fuerza. En estas circunstancias el Estado, sea central o autonómico, pasa de referente legal a enemigo agazapado al acecho de tu propia comida, y el simple hecho de tener que precaverse ante posibles arbitrariedades, de algún modo lo pone en solfa.

El ejemplo farmacéutico es sólo uno más entre lo que sucede en diferentes ámbitos, porque la legislación sólo se aplica a rajatabla cuando los dineros a debate son los del administrado. Soy consciente de no descubrir nada nuevo y eso es, precisamente, lo que preocupa. La sanidad, por su complejidad e importancia estratégica, necesita de una gestión juiciosa y experta, con previsión y priorización. Me consta que, en nuestra Comunidad, cuando menos se intenta, así que trascenderé al ámbito estatal y tres ministros en año y medio, la última Leire Pajín, una socióloga (¿con título?) metida en política desde los 24 años y sin experiencia laboral alguna ni, por supuesto, sanitaria, no es movida que suscite confianza. Es posible que los equipos asesores sean lo importante y, en tal caso, ¿cualquier político puede ser comodín? ¡Pues no me quedo tranquilo, qué quieren! Porque me imagino, con todo y mi sin par sentido común, de tenerlo, nombrado ministro de Fomento. O de Proyectos Aeroespaciales. ¿A nadie se le ocurriría? Pues bien que ocurre con otros. Sin embargo, ¿no habrá alguien que, a más de cabeza bien amueblada -¿la examinan? ¿Quiénes y cómo?- sepa del tema en cuestión?

Pues eso: que en Sanidad, entre las farmacias, la ministrada y lo que dejo en el tintero, pocos motivos para el optimismo y a verlas venir. Como de costumbre, por otra parte. ¡Qué habremos hecho para estar así? Limitarnos a votar cada 4 años, supongo.

guscatalan@movistar.es