La prensa mundial –empezando por el que suscribe– debe una rectificación a sus lectores. En millones de artículos se ha transmitido la imagen de que Barack Obama era el vástago de una familia desestructurada islamocristiana que, con notorio esfuerzo y abnegación, se licenció por Harvard, se situó en la élite de la profesión legal en su país y labró un porvenir económicamente holgado para su familia. En realidad, el presidente estadounidense es un millonario elitista y musulmán clandestino, educado en la selecta Harvard para distanciarse de sus conciudadanos, que se han desquitado en las elecciones al Congreso. Quienes hace un año celebraban al mayor comunicador de todos los tiempos, hoy le reprochan que no sepa vender su política. Tendrá que modificar su gobernanza, según reconoció sin mencionar la palabreja en el acto de contrición disfrazado de rueda de prensa en que confesó sus errores.

Tratándose de Obama, tiene que haber una ponderación intermedia. El electorado norteamericano –sigue siendo imprescindible que se amplíe el voto a los ciudadanos de todo el mundo– no ha sentenciado el fin del presidente estadounidense, pero sí del mito que encarnó. Nadie lo ha comparado esta semana con Kennedy, las autoridades de Oslo se plantean la reclamación del Nobel de la Paz que le otorgaron. Si aprovecha la oportunidad para despojarse de su onerosa leyenda, el vapuleado inquilino de la Casa Blanca sorprenderá de nuevo a quienes pensaron que bastaba con desmitificarlo para anularlo. Obama, vuelve el hombre. Otra cosa será establecer cómo puede cambiar de gobernanza quien había sido proclamado como el ejemplo vivo de la conciliación de los poderes sociales que define a esa cualidad.

La auténtica vencedora de las elecciones norteamericanas es la economía. Se anuncia categóricamente que Obama no ha podido con el descalabro financiero. Es un análisis desenfocado. Invirtiendo los términos, la crisis posee tal magnitud que ha desarbolado incluso al icono político más sobresaliente en lo que llevamos de siglo. Los gurús electorales pueden olvidarse del terrorismo local o global, de los escándalos, y de si apellidar a los neonatos es más sensible que limitarse a otorgarles un código numérico de identificación. Quien no dome el desplome económico que dista de tocar fondo, perderá las elecciones, así en Estados Unidos como en España. Ese diagnóstico procede del Obama que, en vísperas de su Waterloo, confesaba que "los americanos no piensan con claridad porque están asustados, y les sobran motivos para estarlo". En países más pobres, el susto ha desembocado abiertamente en el pánico.

Los manifiestos que aseguraban que Obama había cambiado al mundo eran precipitados. El mundo ha cambiado a Obama, que renace más humano que divino. Pese a los consejos del gurú George Lakoff sobre el mantenimiento del discurso propio, la izquierda se ocupa excesivamente de los argumentos de la derecha. De ahí que la constatación de un triunfo del tea party haya prevalecido sobre la evidencia de que Obama no ha conseguido movilizar a sus apoyos, aquel listado de millones de correos electrónicos que almacenó durante su carrera a la Casa Blanca. Los Republicanos desbocados le atacan por ser demasiado radical en sus propuestas, sus adeptos se desmarcan por la tibieza de sus iniciativas. El máximo error de un gobernante consiste en enardecer a sus enemigos al tiempo que desalienta a sus partidarios.

El hombre Obama –esquivo al dramatismo, "No drama Obama"– mantiene el protagonismo de su peripecia. Si no fuera presidente, jamás hubiera coagulado en su contra el ensordecedor tea party, por lo que se trata de un movimiento que apunta directamente a la cabeza del comandante en jefe. "Yo era negro antes de llegar a la Casa Blanca", razona el sucesor de George Bush, pero la derecha no percibió la magnitud del cambio hasta que empezó a ejercer su poder. En su avidez por derrocarlo, porque derrotarlo es un sucedáneo de su implacable objetivo, han suplantado sus iniciativas sin contemplaciones. Por ejemplo, ¿cuál fue el penúltimo candidato que planteó unas elecciones como un desafío a la falta de gobernanza de Washington? En efecto, fue Barack Obama hace dos años. Montado en su "nombre divertido", como afirma él mismo.