Es ya tópica la afirmación, certera, de que con Obama pasa como con Woody Allen: los europeos entendemos a ambos mucho mejor que sus compatriotas norteamericanos. Y quizá esta mayor sintonía explique total o parcialmente el estupor que produce la evolución del voto norteamericano, que acaba de arrinconar a su presidente apenas dos años después de entronizarlo con euforia tras la patética decadencia de un George W. Bush desacreditado y hundido que acababa de sumir al país, y al mundo, en la mayor recesión desde los años veinte del pasado siglo.

Es incuestionable que, más allá de cuestiones ideológicas, Obama es sobre todo víctima de la coyuntura económica, que no ha acertado a resolver. Con un desempleo del 10% -insólito e insoportable en USA-, un crecimiento inferior al 2% y un déficit superior al 9%, ha padecido la defección de muchos de los que lo arroparon. De hecho, los sociólogos que diseccionan los resultados del pasado martes ya explican cómo lo han abandonado los cinco grupos sociales que más lo auparon en 2008: los negros, consumidos por el desempleo; los hispanos, consternados por el retraso de la prometida ley migratoria; las mujeres, que hace dos años daban una ventaja a Obama del 10% y ahora están divididas al 50/50%; los jóvenes, y, muy especialmente, los independientes, que si en 2008 prefirieron a Obama por un +10%%, ahora se han inclinado hacia los republicanos con una llamativa diferencia del -20%.

Pero el espectáculo electoral indica que no sólo ha habido desafección por causa de la crisis mal gestionada: la oposición más ruidosa y mejor articulada, la del Tea Party, ha postulado de nuevo un estado mínimo sin fuerza para mitigar los desequilibrios sociales, un regreso al atávico individualismo de los pioneros, una renuncia a toda idea de solidaridad que pudiera coartar la iniciativa privada, el retorno a una arcadia idílica y profundamente reaccionaria, más atenta a la superstición que a la cultura.

Pero, además, el Tea Party no es inocente: es la herramienta de unos poderes muy bien estructurados que han conseguido en esta ocasión evitar cualquier límite a la inversión económica en la campaña electoral: nunca antes había habido un derroche tan ostentoso de millones de dólares en unas elecciones de medio mandato. Y aunque en algún llamativo caso –California– el dinero a espuertas no ha podido comprar voluntades, es claro que este atentado contra la igualdad de oportunidades deforma la democracia, como han denunciado ilustres analistas norteamericanos y extranjeros. Además, cuando está ostensiblemente en marcha un proceso de rehabilitación de Bush –acaba de parecer su primer libro de memorias-, es claro que el sistema financiero, causante de la gran recesión, ha emprendido una colosal campaña, al amparo de las fuerzas más reaccionarias, encaminada a evitar cualquier control, y a revertir los tímidos frenos que la administración Obama ha impuesto sobre Wall Street.

En definitiva, lo ocurrido en los Estados Unidos no es tanto una alternancia natural de las preferencias de la sociedad norteamericana cuanto un resurgimiento de las patologías que, exacerbadas, nos sumieron en la gran recesión, de la que todavía no nos hemos repuesto. De ahí lo alarmante del caso: la gran involución puede cancelar los esfuerzos globales por restaurar los equilibrios perdidos.