A quién le importa que un atardecer se adelante en la cuenta de las horas, y, por ejemplo, el incendio del cielo de Castilla, justo sobre el perfil recto de los altozanos, con la base de éstos en la sombra, no llegue en el tiempo –sino una hora antes– al que se habían acostumbrado los ojos y el alma del devoto, tanto que todo su ciclo diario (trabajos, ingestas, evacuaciones, siesta, amor) tenían sentido sólo por esa deflagración final del día?

A nadie le importa, claro, salvo al propio devoto, o a quien se baje a cantar este quebranto del orden universal. Una vez dado por supuesto que el tiempo es maleable, e impunemente se puede acelerar, comprimir, estirar, estrujar, cualquier cosa será posible ya.

Pero al menos pensemos en qué terrible poder es aquel capaz de decidir, como si fuera un arancel, que 400 millones de humanos rompan su ritmo vital en cada otoño y en cada primavera.