Ahora que creíamos estar familiarizados con el fenómeno Neocon, la moda de otoño nos trae el Tea Party. En los medios de comunicación no se lee ni se oye otra cosa. Y aunque el asunto tiene raíces estadounidenses, por lo visto sus ramas son capaces de franquear océanos y se extienden ya hasta nuestras costas. La prueba del algodón para ver quién es ´tea-party´ o no lo es en la política española se ha vuelto un pasatiempo más entretenido que el sudoku. Cada día emisoras de radio, cadenas televisivas y publicaciones periódicas se dedican a escudriñar con deleite las declaraciones de los políticos en busca de ese condimento esencial que les permita exclamar un ¡eureka! de alivio. Porque la conclusión es que nosotros también tenemos Tea Party. Faltaría más.

De todos modos, para un pacífico espectador del Viejo Mundo la diferencia entre una actitud neocon y una teaparty no está tan clara. Si acaso, el neocon se dedica a la economía y adopta una corteza refinada, mientras que el teaparty se produce de manera más asilvestrada y primaria. El primero recurre a un sofisticado montaje conceptual para defender sus privilegios y el mercado libre y salvaje, en tanto que el segundo se limita a bajar la testuz y embestir contra todo el que no piense como él. En resumidas cuentas: quitando la novedad de la etiqueta, lo que estamos hartos de ver desde hace mil años. No es por barrer para Europa, pero me gusta mucho más la consigna que se exhibía días atrás en las manifestaciones francesas: "No queremos vivir peor que nuestros padres". Nada de andar buscando conejos económicos por las chisteras o principios eternos de guardarropía entre los pliegues de una bandera. Al pan, pan y al vino, vino. Si en el París de 1968 los jóvenes afirmaban que bajo el asfalto estaba la playa, en 2010 se dejan de poesías y pretenden que les aseguren su "cuatro por cuatro" sobre el asfalto. Al grano.

Asistimos a un nuevo bandazo del péndulo de la Historia. Hasta hace unos años, su oscilación mantenía un ritmo identificable que se mantenía durante cierto lapso de tiempo. Hoy el metrónomo se ha pasado de rosca, y tan pronto marca un vals lento como se dispara en un claqué enloquecido, o llega a un extremo del arco para correr sin transición al otro extremo. Sólo así se entiende, por ejemplo, el despliegue con que se ha seguido el reciente fallecimiento de Marcelino Camacho, cuyo entierro ha dejado imágenes dignas de principios del siglo XX, justo cuando los sindicatos no pasan por su mejor momento. La exaltación de valores individuales como el compromiso, el sacrificio o la capacidad de trabajo casa mal con una época de ideales romos y asustados cuyo máximo objetivo, en lugar de avanzar para crear algo nuevo, es no vivir peor que antes. ¿Será, pues, el lema de nuestros días lo de "Virgencita, Virgencita, que me quede como estoy"? Eso parece, si se echa un vistazo a cuanto nos rodea.