Si alguien toma el chocolate por el cacao que se lo comente a los publicitarios ahora que la experiencia sexual más satisfactoria es comer chocolate. El argumento no es nuevo pero se han invertido los términos, haciendo de la necesidad, vicio. Los que crecimos en el desarrollismo tenemos una idea chocolatera infantil, de bocadillo de onza a presión digital miga adentro. En la adolescencia España estaba anegada por la ola de erotismo y la idea era que el sexo era su práctica y lo contrario, represión y frustración. La imagen de sustitución del sexo era una señora inglesa zampándose una caja de bombones mientras veía alguna película de amor y lujo en su televisor. Los bombones eran un sustituto del sexo. Según aquella mentalidad sexuada aquello era represión, malísimo. El chocolate no era chocolate sino un sucedáneo del sexo.

Ahora es lo mismo pero al revés. El chocolate se anuncia tan sexuado que habrá quien se encame promiscuamente por necesidad de cacao. En la publicidad de los bollos industriales más grasientos, destinados a adolescentes con gastro-hormigoneras, un baño de chocolate es una tentación luciferina cuando lo que debería ser pecado son los «spots» de tóxicos a medio y largo plazo. En verano, los helados se presentan como un producto refrescante salvo si van bañados de chocolate, una fina capa que los vuelve tórridos en los labios de una sex-symbol excitada. El chocolate es placer adulto, es igual que una caricia, mejor comerlo que ser comido.

No sé si tanta tentación, tanto pecado y tanto sexo serán buenos para el negocio. Los mayores descreemos de eso pero para comprar chocolate pasamos más vergüenza que en el tiempo en que era incómodo pedir preservativos en la farmacia, vemos las tiendas especializadas como sex-shops y cuando lo vamos a tomar después de la cena sabemos que Dios nos está viendo.