Cada día veo en el periódico o en la televisión que alguien, sea persona o colectivo, dice que quiere conseguir algo. Escribe una carta ampulosa o hace una declaración trascendental en la cual pronuncia una palabra que, a los oídos del mismo que habla tiene un sonido mágico: "EXIJO". Aunque esté escrita en minúsculas (no siempre) el exigente la pronuncia o la escribe de forma rotunda y enfática. A la postre, va con mayúsculas, sea cual sea la tipografía.

Parece como si el que exige intentase imponer lo que muchas veces apenas es un criterio, o tal vez una opinión. Pero exige. Está convencido que no le basta con solicitar. A la vieja usanza, las instancias terminaban con aquel florido "Es gracia que no duda en alcanzar de la reconocida bondad de V.I., cuya vida guarde Dios muchos años..." La época del lenguaje oficial barroco se acabó (por fortuna) pero ha sido substituida por la grosera exigencia, el "tú no eres más que un servidor público y estás obligado a tenerme en cuenta. Por eso, te exijo...". El que exige da por supuesto que tiene toda la razón de su parte y quien no lo perciba como él, o es un estúpido, o es un aprovechado, o incluso es un delincuente que obtiene beneficio al menospreciar la justicia absoluta de la exigencia. En cualquier caso, la exigencia se convierte en un insulto, no sólo al "exigido" sino a cualquiera que no comprenda la aplastante razón del exigente. ¿Tan tonto eres que no lo comprendes? "Es de cajón" (al admirado estilo de Millás: ¿que diablos significará eso de ser de cajón?).

En su interior, el exigente sabe que está siendo insultante, pero no le importa. Incluso se alegra; se siente por encima del exigido y de cualquier oyente; todos pertenecen a una casta inferior. Por un momento su prepotencia lo eleva; se siente un pequeño Dios y quien no está de su lado no merece respeto. "Tu no respetas la indiscutible verdad de lo que pienso, luego eres un gusano". Es evidente que está disminuido, no es más que un pedigüeño, casi un mendigo. Pero el orgullo le obliga a la arrogancia exigente.

Desde otro punto de vista, podríamos mirar al receptor de la exigencia, quizás alguna autoridad. Sea quien sea, la respuesta más lógica es el silencio; necesita hacer ver que las voces de los protestadores no se oyen desde arriba. No suele ser verdad; se oyen, pero el silencio es la mejor forma de ignorar la prepotencia del exigente. "Ladran, luego cabalgamos". El aspecto insultante de la exigencia es claramente percibido por el exigido. Y la mejor respuesta a un insulto es no oírlo.

Volviendo de nuevo al exigente, parece como si quisiera conseguir una respuesta, pero sabe que probablemente no la recibirá. Todo está muy claro: él sólo buscaba llamar la atención y no le importa mucho si el pretendido derecho sigue menoscabado.

En fin; está bastante claro que las exigencias hechas en público no intentan corregir defectos; no son más que una forma de insultar con cierta elegancia. El exigente sabe que sus amigos le darán golpecitos en la espalda. "Cuanta razón tienes", Y el exigente sonreirá, satisfecho, convencido de que ha conseguido clavar una banderilla. Y perdón por la metáfora taurina.

Todo podría transcribirse de otra forma, con el exigente en un estrado gritando que no está de acuerdo con cualquier acción del exigido y que por eso, éste último y sus camaradas son unos imbéciles. Pero si lo presentase de forma tan clara, el gritón no sería más que un maleducado, probablemente un chiflado y ni sus amigos le darían caso.

Moraleja 1: Si alguien le exige algo, sonría. No se preocupe mucho.

Moraleja 2: Si quiere insultar a alguien con elegancia, exíjale cualquier cosa.

Moraleja 3: Es posible que usted quiera conseguir algo que de verdad cree que es justo. En ese caso, no exija. Sus posibilidades aumentarán notablemente si lo solicita educadamente y en privado. De nada.