Quizá porque durante mi infancia, cuando estaba enfermo, mi madre me dejaba para entretenerme un cajón de viejas fotografías familiares, siempre me han gustado más las fotos en blanco y negro que las fotos en color. Pero más allá de preferencias cromáticas, lo que me ha gustado y me gusta mucho es la fotografía. Antes de que ni siquiera los fotógrafos sospecharan que algún día el mundo iba a usar su técnica como un redescubrimiento del arte contemporáneo, ya me gustaba. Me gusta la fotografía y siempre he envidiado dos cosas en los fotógrafos: el poder de evocación que logran con una sola imagen y la facilidad que tienen para que las chicas se desnuden ante ellos. Me gustan mucho Lartigue, Doisneau, Sudek, Cartier-Bresson, Ronis, Coppola, Campano, Plossu y tantos otros. Y me gusta, cuando puedo, elegir la fotografía que ha de ilustrar la cubierta de mis libros. Por una cuestión estética, pero también de compañía o talismán. De hecho algunos de esos nombres ya me acompañan en ediciones o reediciones de mis novelas y le tengo un especial afecto a la cubierta del quinto volumen de mis Diarios –La escafandra– donde aparece Zissou –el hermano del fotógrafo francés Jacques Henri Lartigue–, embutido en un raro artefacto flotante, vestido con traje y gafas de sol y tocado por un magnífico salacot. Por supuesto Zissou está en medio del mar.

La otra tarde volví a ver a Zissou fotografiado por su hermano con tan estrafalario atuendo y rodeado de otras fotografías de mujeres espléndidas, piscinas, hoteles, automóviles, vendavales y días plácidos junto al mar. La otra tarde fui a ver la exposición de Lartigue que se inauguró hace diez días en el Gran Hotel de La Caixa, ahora Caixafórum como su madre barcelonesa y su homólogo madrileño. En esa exposición hay un maravilloso autorretrato de infancia. En él se ve a Jacques Henri Lartigue con muy pocos años metido en la bañera y acompañado por su hidroavión de juguete. Ha colocado una tabla a los pies de la tina y sobre esa tabla ha puesto su cámara de fotos enfocando hacia el lugar donde estará luego su cabeza, sobresaliendo del agua. Luego ha vuelto a introducirse la bañera, con el avión a su lado, y le ha pedido a la criada –ese era el apelativo entonces– que apriete el disparador. En ese rostro feliz de infancia se encierra la vida de nuestro hombre, que moriría pasados los noventa. En esa mirada y esa sonrisa de satisfacción plena está ya el mundo que retratará años después. No el mundo, sino su alegre mirada sobre ese mundo. Nítida, inteligente, sensual y elegante. Es ese rostro de niño feliz el que va a proyectarse sobre la vida, enriqueciéndola, durante su vida entera.

Y eso resulta muy curioso porque en la obra de Lartigue nada malo de la vida puede con él sino que él disfruta de extraer sólo lo bueno de esa vida. Sin darse importancia alguna. Como quien toma apuntes del natural. Al fin y al cabo el mundo que retrata es el mismo mundo que retrata Proust y, sin embargo, qué diferencia en la respiración. Qué ausencia de la morbidez proustiana. Y más curioso resulta aún cuando uno piensa en que Lartigue no era fotógrafo sino pintor. Un pintor que, como tantos de su época –pienso ahora en Vuillard o en Bonnard, dos de mis favoritos–, usaba la técnica fotográfica como un descubrimiento de lo contemporáneo. Como un complemento. Sin darse ningún pisto y sin que su obra fotográfica fuera valorada hasta que fue bastante mayor. Sin embargo, ¿alguien conoce la pintura de Lartigue? Yo sólo he visto uno de sus cuadros en toda mi vida y ya no recuerdo si era una pecera con peces dentro, o un tibor chino con peces pintados por fuera. En cambio jamás podré olvidar la primera fotografía que vi de Lartigue –dos mujeres caminando entre la muchedumbre del 1900 parisino– y tampoco muchas otras que he ido viendo después, sin cansarme nunca, descubriendo cosas nuevas cada vez que vuelvo a mirarlas. Como suele ocurrir con todo lo que amamos porque su sola presencia nos enseña a amar.

Vivimos tiempos de incertidumbre, tiempos irrespetuosos donde ocurren muchas cosas que es mejor olvidar. Pero para recordar lo maravillosa que puede ser la vida, han existido hombres como Jacques Henri Lartigue y existen exposiciones como la del Gran Hotel. Una vez la hayan contemplado, pasará cierto tiempo en borrárseles la sonrisa del rostro. Y durante ese tiempo serán inmunes a lo que no les guste de la vida que vivimos, o nos obligan a vivir.