Hace poco me pilló un atasco en el parking de un centro comercial. El expendedor de tickets se había averiado y la barrera no se abría, así que la cola de coches llegaba hasta el sótano. Por suerte era la hora del programa de Diego A. Manrique en Radio 3: El ambigú. Y por suerte, aquel día se emitía un monográfico sobre un disco de Graham Nash, Songs for Beginners, al que siempre le he tenido un cariño especial. Manrique ponía las canciones originales de 1971 y a continuación las versiones que han hecho algunos artistas actuales. No sé cuánto tiempo estuve esperando en la cuesta del parking, pero volví feliz a casa tarareando I Used to Be A King, la misma canción que tarareaba en la plaza Gomila hace cuarenta años, cuando no podía imaginarme que algún día estaría haciendo cola en el parking de un supermercado porque creía que mi vida futura jamás incluiría colas en los supermercados. Por suerte me equivoqué por completo, ya que aquella idea romántica de la vida sin supermercados ni esperas fastidiosas terminaba muy pronto en el psiquiátrico, o peor aún, en el cementerio.

El pasado 22 de julio, la dirección de RTVE despidió a Diego A. Manrique y suprimió su programa. No conozco las razones del despido, ni me importan mucho. Se ha hablado de razones económicas y de discrepancias con la dirección de Radio 3. También se ha hablado de rivalidades con otros críticos y de choque de egos, como el mismo Manrique solía comentar cuando explicaba las separaciones de los grupos de rock. Da igual. La radio pública pierde a uno de sus mejores críticos musicales, aunque la palabra crítico no me parece la más adecuada (connoisseur sería una definición más certera), porque Diego Manrique es comparable a los mejores escritores de rock, desde el difunto Lester Bangs a Nick Cohn o Robert Christgau o Nick Kent, que fue capaz de sobrevivir a las juergas con Keith Richards y después con los Sex Pistols.

En su programa de Radio 3 –y en sus artículos de El País–, Manrique demostraba una rara sabiduría musical, basada en una curiosidad insaciable que no parecía detenerse ante nada. Manrique es capaz de combinar su gusto por el blues más cavernoso con una extraña –y para mí incomprensible– afición a la música electrónica. Pero es difícil encontrar a alguien que conozca tantas y tantas cosas. Recuerdo que una vez, hace muchos años, descubrí la música congoleña en una emisora de radio que capté en una habitación de hotel de Burundi. Jamás podía imaginarme que la música caribeña podía conjuntarse con la música africana de aquella forma: guitarras bailarinas, metales caprichosos, voces insinuantes. Volví a España y empecé a buscar información sobre lo que entonces era la música zaireña, y no tardé en descubrir que el único crítico español que sabía qué era el soukouss y conocía bien a Papa Wemba y a Ray Lema era... Diego A. Manrique. ¿Quién, si no?

El primer texto de Diego Manrique lo encontré en las notas de contraportada de unos Greatest Hits de los Byrds. Aquello debió de ser a comienzos de los 70, y ya entonces me sorprendió el estilo de Manrique, que escribía un texto a modo de alfabeto sobre los Byrds. Aún ahora recuerdo dos entradas, la de la "y", dedicada a los gritos de yeah, yeah que se oían de fondo en So You Wanna Be a Rock´n´Roll Star, y la entrada de la "g", con el misteriosos epígrafe "gafas", que se refería a las gafas cuadrangulares que llevaba Roger McGuinn en la cubierta de Turn, Turn, Turn. Y lo mejor de todo era que Manrique confesaba que él se había comprado –aunque no aclaraba dónde– unas gafas iguales que aquéllas. Cuando lo leí, supe que eran aquellas gafas las que hacían impagable aquel texto sobre rock (y sobre cualquier otra cosa, si vamos a eso).

´El ambigú´, el programa de Radio 3, era una especie de miscelánea dedicada a los gustos de Manrique. En los últimos meses recuerdo un programa dedicado al guitarrista de jazz Wes Montgomery (mi amigo Juan Pellicer, cuando le preguntaban si prefería a Hendrix o a Clapton, respondía muy tranquilo: "Prefiero a Wes Montgomery"), y otro programa dedicado al soulman Lou Rawls, y otro sobre el concierto que James Brown dio en Kinshasa en 1974. Cito así, a bote pronto, y no me olvido de aquel maravilloso especial sobre Graham Nash. El ambigú era uno de esos raros programas musicales que justifican la existencia de una radio pública. Quizá le venía demasiado grande a este país.