El mundo de Miguel Delibes se extinguió mucho antes que él. Sus campesinos lacónicos, sus parameras con un par de chopos despuntando en el horizonte, sus cazadores que liaban tabaco de picadura mientras mantenían un silencio inescrutable, sus iglesias con un nido de cigüeñas en el campanario que amenazaba derribo, o sus latifundios donde la señora marquesa repartía un duro entre sus sirvientes cada Jueves Santo: todo eso dejó de existir hace mucho tiempo, quizá más de cuarenta años. Pero él, el creador de ese mundo, seguía aquí. En cierto sentido, todo escritor longevo tiene que convertirse en un anacronismo. En cierto sentido, todo escritor que envejece debe hacer frente a esta maldición: su mundo desaparece, pero él sigue ahí, encerrado en su casa, tal vez concediendo entrevistas a unos periodistas que no han leído sus libros ni tienen intención de disimularlo, o tal vez manteniendo un altivo silencio y negándose a recibir a nadie.

Miguel Delibes siguió ahí, como esos actores de Hollywood que todos creíamos que habían muerto hacía muchos años, cuando en realidad estaban viviendo en una residencia de ancianos o acogidos por un pariente que se había apiadado de ellos (pienso en Jack Palance, pienso en Sterling Hayden). De vez en cuando lo veíamos en una breve aparición televisiva en su casa de Valladolid, amable, modesto, cortés, exhibiendo esa educación anticuada de los señores que llevan chaquetas de punto de color aceituna y son catedráticos jubilados de Derecho Mercantil y tienen diez o doce hijos. ¿Hay una ciudad más triste que Valladolid? Una lluviosa noche de otoño di un paseo por la ciudad, y me pregunté en cuál de aquellos sombríos balcones con mirador estaría la casa de Delibes. Si alguien ha crecido en una ciudad luminosa como Palma, las calles estrechas de Valladolid le producen una incómoda sensación de ahogo. Uno se imagina a las solteronas espiando tras los visillos, al señor cura yendo a comprar papel de liar cigarrillos y comida para el perro, al boticario leyendo novelas pornográficas en una habitación cerrada con llave, y al registrador de la propiedad apuntando desde su despacho, con su nueva escopeta de caza, a las mujeres enlutadas que salen de misa. Valladolid no es esa clase de sitio en el que uno desearía nacer. Pero hace falta mucho talento para construir un mundo narrativo con esas ciudades provincianas y con el áspero medio rural que las rodea. No es fácil escoger como personajes a los seres que nunca llamarán la atención por nada de lo que hagan. Y tampoco es fácil elegir como paisaje exclusivo de una obra la desnudez casi cubista del campo castellano.

¿Tenía lectores Miguel Delibes? No lo sé, aunque mi impresión es que los lectores habían dejado de interesarse por lo que escribía. Con la excepción de El hereje, que trataba de los reformistas religiosos del siglo XVI, sus últimas novelas pasaron desapercibidas. Pero eso en cierto modo era lógico. ¿Qué joven de menos de veinte años podía "entender" el mundo de Delibes? ¿Y qué lector urbano podía captar el misterioso sabor de sus historias? Me temo que el gran éxito de la película Los santos inocentes (1984), basada en una de sus mejores novelas, se debió a que todos comprobamos con alivio que el mundo de Delibes ya había desaparecido para siempre.

Cuando leí ´Las ratas´, hace siglos, el mundo de Delibes ya me pareció lejano y en cierta forma incomprensible. Yo era un chico urbano y no había ido nunca a cazar, ni había visto a nadie que tuviera que comer ratas de campo para subsistir. No puedo decir que aquel libro me disgustara, pero no logré encontrar en él nada con lo que pudiera identificarme. Y lo mismo me pasó con otras novelas de Delibes que leí después. Es cierto que las tramas y los personajes eran consistentes –un hecho bastante inusual en la narrativa española de la segunda mitad del siglo XX–, pero aquello no iba conmigo. Yo buscaba otra cosa en los libros: otra vida, otra luz, otros hombres, otras mujeres. En cualquier caso, sé que el mundo de Delibes, con sus campanarios y sus campesinos lacónicos, seguirá existiendo de un modo misterioso, igual que ocurre con esos pueblos sepultados bajo las aguas de un pantano. Y un día, cuando nadie se lo espere, tras varios años de sequía, las calles empedradas y el campanario de la iglesia volverán a aparecerse ante nuestros ojos. Aunque Miguel Delibes ya no esté aquí.