Es delirante: en declaraciones a una emisora de radio, un juez ha lamentado que la presión ejercida por la opinión pública y por la legislación vigente sobre violencia de género lleve al suicidio a muchos hombres que acaban de asesinar a su compañera. El magistrado en cuestión piensa al parecer que se perjudica así a los hijos, que en lugar de pasar a ser tan sólo huérfanos de madre, quedan en un estado de desvalimiento total al desaparecer casi al mismo tiempo sus dos progenitores. La argumentación es enfermiza, y no sólo porque muchos estemos convencidos de que es mejor la plena orfandad que una vida al lado del asesino de la propia madre: el hecho de que los maltratadores lleguen con frecuencia al suicidio revela que la sociedad ha conseguido acumular un rechazo social tan grande e inclemente contra el maltratador que el hombre violento prefiere la muerte a enfrentarse a una colectividad que lo repudia con todas sus fuerzas. En otras palabras, la abundancia de suicidios entre quienes acaban de asesinar a su compañera revela que estamos en el buen camino, y no al contrario.