Cuando el tiempo pasa el arte se impone. Nos importa un bledo el hombre con el que nos cruzamos por la calle y contempla La Lonja o el convento de Las Teresas, pero pasa el tiempo y ese hombre resulta que era Azorín o era Unamuno. Y con el tiempo llegan las agencias de publicidad o las instituciones –y a ambas, en el fondo, les importan otro bledo Azorín o Unamuno: quienes las representan no suelen leer eso– y las frases sobre Palma, de Azorín y Unamuno, pasan a formar parte de cualquier campaña publicitaria y también de lo que pomposamente se llama "memoria colectiva". En fin: la primera fue George Sand, ya saben, la que nos hizo un retrato.

Recuerdo que en los años 70 nadie hablaba de Fortunio Bonanova, nacido José Luis Moll. Miento: lo hacíamos cuatro gatos: Coco Meneses, Eduardo Jordá, un servidor y algún que otro aficionado al cine clásico. Nadie más. Apenas nadie sabía quien era Fortunio Bonanova, qué oportunidad perdida representaba, por qué se había marchado de Mallorca... Apenas nadie sabía que Fortunio Bonanova era el profesor de canto que aparecía en Ciudadano Kane, en qué condiciones había regresado a España –a Madrid, concretamente– o cómo y dónde había muerto luego. Las cosas son como son. Pasaron los años y Fortunio Bonanova –un desconocido en su tierra– acabó convertido en anuncio de una caja de ahorros local. Como era hombre de humor, si se lo hubieran contado se habría partido de risa.

A veces pienso en cosas así: tengo esta rara afición. Y cuando lo hago me viene a la mente la figura de Juan Sureda Bimet, uno de los hombres más curiosos, caprichosos e inteligentes que ha dado la isla. El hombre, por cierto, que invitó a Unamuno o Azorín a Mallorca y gracias a ello escribieron sobre la isla. El hombre que alojó en su casa de Valldemossa –la antigua residencia real, llamada palau y fundada por el rey Sanç– al poeta Rubén Darío –y de ahí surge un poema tan importante como Epístola a Madame Lugones o un libro como El oro de Mallorca–. El hombre que se casó con la pintora modernista Pilar Montaner, que tuvo familia numerosa y algunos de cuyos hijos fueron artistas: Pedro, dibujante y pintor; Jacobo, poeta y pintor; Pazzis, escultora.... Pues bien: Juan Sureda Bimet no tiene ni el nombre de una calle en su ciudad natal, Palma. No existe en su nomenclátor, aunque fuera uno de los hombres que más hizo por esa Mallorca con cuyos réditos otros se han enriquecido y otros usan y agitan como bandera. Él, desde luego, no se enriqueció: entre el mecenazgo y un estrambótico tren de vida, acabó arruinado. Y los hombres que de verdad aman Mallorca ni se llenan la boca proclamándolo, ni califican o descalifican a los demás en función de su particular forma de entender el amor por la isla. Más bien callan. Y hacen. Como calló e hizo Juan Sureda. Y aunque su huella se conozca poco, es y será muy superior a las de los que hacen ruido e incordian, usufructuando la isla para satisfacer su egolatría, su hambre de poder –que muchas veces viene a ser lo mismo– o su bolsillo, que también. En la novela La isla del segundo rostro, de Albert Vigoleis Thelen, aparece como personaje.

Los Sureda –que se distinguían por su gran altura, potente testa y una mandíbula digna de los Austrias– eran divertidos, inteligentes, un punto gamberros, sensibles y señalados por un dramatismo que ignoraron: un suicidio y cuatro muertes –tempranas– por tuberculosis entre los hermanos. Demasiado para cualquier familia: no para ellos. Su mundo era un mundo autosuficiente, ajeno a las normas locales y más cercano al cosmopolitismo europeo de los años 20-30 que a otra cosa. Aunque nunca desdeñaran lo local, como sí se ha hecho con ellos desde el silencio al no saber, supongo, cómo encajarlos, precisamente, en lo local. Los Sureda de Valldemossa –y la comparación no es, créanme, desacertada– fueron nuestro particular grupo de Bloomsbury, reunido en una sola familia. Por su manera de vivir, por sus aficiones, por su relación con el arte y la literatura, por su amistad con otros artistas, peninsulares y extranjeros. La del poeta Jacobo Sureda y el argentino Jorge Luis Borges –que también vivió en la residencia familiar valldemossina– ha dado la vuelta al mundo, pero hay más.

Hace diez días se inauguró en la Fundación Coll Bardolet de Valldemossa, una antológica de la obra de Pedro Sureda, fallecido hace un cuarto de siglo. Recuerdo sus secciones las Coses d´En Calafat en el Baleares –que mi abuelo paterno compraba por su información cinematográfica– y los Coverbos d´En Pep Mindano en Diario de Mallorca, en casa de mis padres. Fue, en los periódicos, donde supe de su existencia y luego, al verlo por la calle, pensaba en su hermano Jacobo, el poeta, y en que la pintura de ambos hermanos –como sus rostros– tenía muchos rasgos familiares. Recuerdo a su mujer, Catalina Cañellas, una de las mujeres más guapas de su generación, y el molino de Sa Cabaneta, donde Pedro Sureda llevó una vida austera –una vida de artista comprometido sólo con su arte de vivir– a la que nadie de su clase, salvo otro Sureda, hubiera sabido sacar partido. Recuerdo haber oído hablar de su burro Caravaco, sonriente como su dueño... Y la sensación de que Pedro Sureda fue un hombre feliz. Pero es que en su familia, la felicidad fue una forma de ser. La exposición de Valldemossa puede contemplarse como la muestra de un artista mallorquín del siglo XX, al margen de todo, menos de la vida y su intensidad humorística. Sugiero, también que se contemple como la herencia de esa felicidad, su brillante rastro, al que ni la ignorancia, ni el olvido, podrán arrinconar nunca.