Internet ha abierto grandes espacios personales y colectivos de libertad. La posibilidad de comunicación que ofrece la Red, en tiempo real y sin fronteras, genera un vasto campo de relación que no conoce límites. No es extraño que las dictaduras vean en Internet un enemigo y hagan lo posible por frenar una espontaneidad que es, a la larga, irrefrenable. Sin embargo, las burocracias, los aparatos estatales, las organizaciones supranacionales no disimulan su recelo ante esta exultación de la libertad, que lógicamente limita su ascendiente sobre las personas, su capacidad de control sobre las ideas y las actitudes. Y comienzan a proliferar normas y reglas de toda índole. Con una particularidad que genera una alarma adicional: las instituciones democráticas ya no mantienen el criterio de que los límites a la libertad han de imponerse bajo estricto control judicial. La UE ya ha permitido restringir el acceso a Internet por vía administrativa. Y nuestra Ley Audiovisual en trámite en el Parlamento español va por el mismo camino. Todavía hay tiempo de oponerse enérgicamente a esta reducción de las garantías que ningún verdadero demócrata puede tolerar. Ni imponer.