El otro día el jugador Titi Henry cometió una grave infracción en el transcurso de un partido de fútbol. Se llevó ostensiblemente la pelota con la mano y dio el pase de gol. La falta fue tan descarada que nos hemos olvidado del otro gran protagonista: el árbitro. ¿Qué pasa con él? ¿Acaso no habría que sancionarlo severamente? Después de todo, la mano de Henry es un gesto instintivo, que derivó en una pillería para obtener la victoria. A estas alturas nadie debería extrañarse. El fútbol, como la vida, también es cosa de listos. Pero, ¿qué ocurre con aquel que no ha de ser un pillo, aquel que ha sido contratado justamente para lo contrario, para ser ecuánime? Un juez, por ejemplo. He ahí el dilema. Así pues, todo este asunto de la mano de Henry abre perspectivas insospechadas. Dados los intereses creados, muchos se preguntan ahora si el árbitro no vio o no quiso ver la jugada. Si se hizo el sueco, es un sinvergüenza que debería ser apartado inmediatamente de los campos de fútbol. Pero, ¿y si en realidad no la vio? Esta es la parte más interesante del hecho, aunque Lisbeth Salander se aburriría como una ostra.

Uno ya empieza a estar harto de teorías conspirativas, de oscuros tejemanejes, de móviles siniestros… A las puertas de la vejez, uno reclama con energía el derecho a algo tan auténtico como el error humano. Es decir, a la pura y simple cagada. Yo mismo, sin ir más lejos, cometo varios errores a lo largo del día que afectan a varios planos de mi existencia; pero como mi figura tiene una responsabilidad pública igual a cero, me quedo como un idiota mirando la jugada en un estadio vacío. Sin UEFA ni FIFA. Pero otros no tienen tanta suerte: el despiste de un piloto, por ejemplo, se salda con doscientos fiambres, incluido el suyo; el de un ingeniero de una central nuclear, habemus Chernobil y para colmo nos quedamos sin el delicioso pato de Kiev. Eso por no hablar de los médicos, que andan con el fusil en prevengan para evitar demandas judiciales.

Así las cosas, se agradece la existencia del "fallón inofensivo". Es el tipo que la pifia constantemente sin que el universo se despeine ni un pelo. Ahora me viene a la cabeza el caso de Marc Sala, el locutor que dirige el espacio de noticias de Radio Nacional. Como a esa hora me pilla preparando spaghetti, puedo dar fe de que el Espíritu Santo ha depositado en él todo el cupo de error que cabe en las Esferas. No hay día que el tío no la cague varias veces. Es tal su entusiasmo al doblar el filo de las noticias, que siempre se deja el casco, los guantes o la rueda en la primera curva. Se equivoca en los datos, se le traba la lengua, se queda en blanco. No importa. Errare humanum est. Y yo me relamo pensando que mientras charlamos de la mano de Henry, ahí está el hombre verdadero.