El principal partido de la oposición, que está atravesando un incómodo desierto de corrupciones y disensiones, encuentra lógicas dificultades para desarrollar su labor de contradicción y control del poder, por lo que ha de aprovechar cualquier oportunidad que se le brinde para dejar ruidosamente constancia de su presencia. Sin embargo, la sobreactuación es tan peligrosa como la inhibición, y la reacción airada al desenlace del secuestro del Alakrana cuando toda la opinión pública está de celebraciones amenaza con incrementar la asincronía entre el PP y la realidad.

Un secuestro –y en España tenemos trágica experiencia en ello– siempre representa, además de la condenable enajenación de la libertad de los rehenes, un ataque frontal al Estado de Derecho, al que se le obliga a realizar humillantes claudicaciones que siempre deben refugiarse en la eximente del "estado de necesidad". Ello es así porque tanto los secuestradores como la ciudadanía saben que el objetivo supremo que ha de procurarse y conseguirse es la integridad y la libertad de los secuestrados. En el caso del Alakrana, el objetivo se ha cumplido. Los 36 tripulantes están en libertad, gracias al pago de un rescate y a una negociación exitosa. Es, pues, de aplicación el cuento de Bocaccio: "bien está lo que bien acaba". Y así lo cree sin duda la ciudadanía.

Nada se opone, sin embargo, a un análisis crítico a posteriori de la gestión del secuestro como el que, con más pena que gloria, se intentó ayer en el Congreso de los Diputados. Es evidente que la detención de dos piratas y su ulterior traída a España fue un error táctico absurdo, que complicó la negociación y requirió forzar más de lo debido la flexibilidad del propio Estado de Derecho. Dicha captura fue un error pero el reproche que se haga por esta causa debe tener en cuenta que los arts. 407 y 408 del Código Penal castigan la omisión del deber de perseguir delitos. Pero más allá de la explotación política primaria de los acontecimientos, no debería cerrarse este episodio sin un toque de atención a los armadores, que han pecado cuando menos de imprudencia. En el momento del secuestro, el Alakrana estaba a varias decenas de millas de la "zona de seguridad" controlada por la comunidad internacional, y sólo tras este incidente los empresarios decidieron proporcionar a sus navíos la necesaria protección, que finalmente se ha encomendado a mercenarios financiados a escote por los armadores y el Estado.

Finalmente, tras la liberación del Alakrana y mientras una decena de barcos europeos sigue en manos de los mafiosos somalíes, hay que felicitarse de que la comunidad internacional haya comprendido que la mejor manera de preservar la seguridad del Índico pasa por la estabilización de Somalia, un país devastado que sólo ha interesado al mundo cuando ha surgido el fenómeno de la piratería (que también proporciona por cierto pingües ingresos a otras mafias no tan alejadas de nosotros). Sería inteligente promover el protagonismo español en la redención del oriente africano en vez de distraer la atención en pueriles rifirrafes que hieden a rancio y abonan la mala calidad de nuestra política doméstica.