¿A qué aspira uno en la vida? ¿A vivir muchos años con salud suficiente? ¿A ser feliz? ¿A encontrar alguien con quien sentirse bien acompañado? ¿A resolver alguno de los problemas tremendos que tiene planteada la humanidad? ¿A escribir una novela, pintar un cuadro, esculpir una estatua, componer una sinfonía que se recuerde a lo largo de los siglos?

¿A qué aspirarán Francisco Camps, Mariano Rajoy, Esperanza Aguirre? ¿A salir del lío que entre todos han montado? No parece. No da la impresión de que hagan nada parecido a aquello por lo que se esfuerza la mayor parte de los ciudadanos de este país (los que tuvieron la mala suerte de nacer fuera del mundo de la opulencia suelen conformarse con no desaparecer de niños en la primera hambruna). Las aspiraciones de la clase política, de aquella clase política al menos que sale en las portadas día tras día (porque la otra, la de los concejales de un pueblo remoto sin veleidades urbanísticas, no cuenta) se nos antojan otras: poder, honores… ¿Enriquecimiento tal vez? El predecesor del presidente actual de la Generalitat valenciana lo dejó muy claro, y en público: él estaba en la política para forrarse. Se entiende; se agradece tanta sinceridad. Pero como una cosa lleva a la otra, el deseo de riquezas necesita, para ser satisfecho en esos medios, no sólo de la maquinaria del poder sino de la voluntad de ejercerlo de una manera un tanto sesgada hacia el lado oscuro. Viene luego la cadena de daños colaterales: los amiguitos del alma que te quieren un huevo, la tentación que se hace carne. La fiscalía y los jueces, por fin.

Son tantas las veces en que ese guión se traslada a las noticias de actualidad que cabría pensar en que el verdadero objetivo de la política, una vez que hablamos de las alturas de ésta, pasa por la locura. Las crónicas acerca del registro de la casa señorial del anterior presidente de esta comunidad autónoma estremecen por la retahíla de detalles que se han dado, detalles sobre joyas, sobre muebles, sobre objetos del deseo que se muestran tan lujosos como cutres. Salvando todas las distancias, cuando el demonio se deja bigotes desprende el mismo tufo de vergüenza ajena en Madrid, en Valencia o en Palma.

Pero no nos engañemos: semejantes actas de vida, esas aspiraciones, no son ni necesarias, ni inevitables. La política, desde los tiempos vetustos de Aristóteles, es otra cosa. ¿Bastará un ejemplo, como el de un solo virtuoso en Gomorra, para salvarla? Martii Ahtisaari, premio Nobel de la paz y ex presidente de Finlandia, niega tener la tentación de presidir la nueva Europa. Sólo aspira a retirarse de forma airosa. Lo que sucede es que, para lograr semejante objetivo de raíces estoicas, es preciso haber vivido de forma acorde. Los protagonistas de la política española de hoy se darían con un canto en los dientes por salir airosos del trance. Pero ya es tarde. Tendrían que haber sabido antes, al ver al demonio luciendo mostachos, echarse a temblar.