Después del disparate conceptual que llevó a distinguir entre las ciencias y las humanidades, como si el cerebro humano contase con dos tipos diferentes de maquinaria de pensamiento, el siguiente paso fue el de separar las ciencias duras de las blandas. Entre estas últimas suele incluirse la economía, por más que el corpus que han ido construyendo los economistas (algunos de ellos) haya suministrado de lejos la mayoría de los instrumentos matemáticos de que disponemos a la hora de estudiar el comportamiento social. Desde luego que, con la que está cayendo, calificar de "blando" cualquier constructo capaz de explicar los meandros económicos de nuestros grupos, sometidos o no al azote de la crisis, suena a ironía. Pero, ya digo, no suelen abundar los trabajos considerados como de alto contenido científico en los que se aborde la influencia de las leyes del mercado en nuestro bienestar. Si en la época ilustrada escocesa David Hume y Adam Smith sentaron las bases del estudio de los intercambios como fuente esencial para entender las organizaciones sociales, no damos con los equivalentes actuales.

Pero en ese clima de sospecha hacia lo que los economistas dicen y hacen aparece de vez en cuando una excepción saludable. La última que ha atraído mi curiosidad puede considerarse más próxima a la antropología que a la economía estricta pero tampoco están los tiempos como para detenerse en melindres ni patentes de corso respecto de las competencias al tratar de entender el trasiego del mercado. Un equipo dirigido por Monique Borgerhoff Mulder, del Department of Anthropology and Center for Population Biology de la Universidad de California en Davis (al que, incidentalmente, tuve ciertas posibilidades de incorporarme) ha publicado en la revista Science un estudio en el que las desigualdades sociales se fundamentan en la posibilidad de dejar en herencia las propiedades a los hijos.

Un fenómeno social de ese tipo es fácil de intuir pero el trabajo de Mulder brinda, comparando grupos de tamaño pequeño pero actividad económica distinta como son los agrarios y los de cazadores-recolectores, un modelo que lo apoya. Lo más interesante en ese esquema explicativo es que, si resulta cierto, la tan cacareada revolución neolítica de la agricultura habría venido precedida de un proceso de acumulación de propiedad que lleva a la emergencia de sociedades jerárquicas. Es decir, que la tecnología capaz de dar lugar a la revolución de la agricultura habría seguido a los cambios surgidos con la presencia de un embrión de clases sociales y no al revés. En cierto modo, los manuales de historia de la humanidad deberían ser reescritos. O tendrían que contar al menos con un capítulo que diese la importancia que se merece a la acumulación de capital lograda mediante la herencia.

Se me hace que si Karl Marx viviese, habría disfrutado leyendo el trabajo de Monique Bulder. Tampoco queda tan lejos de lo que intuyó el filósofo (¿o habría que decir economista?) alemán.