El primer problema con la definición precisa de la prostitución es su sexismo; también debería incluir al prostituto. Pero, dada la importancia de la prostitución femenina, sólo se habla de la mujer que comercia con su cuerpo. Aunque en rigor, todas las personas que ofrecen un servicio a los demás, están comerciando con su cuerpo. Un albañil coloca ladrillos y cobra por el uso de sus brazos; un cirujano corta y cose, y cobra por el uso de sus manos; un profesor reparte conocimientos y cobra por los esfuerzos de su cerebro. Así que según la definición clásica, todos somos prostitutos/as.

Concretando un poco más, una prostituta es una mujer que comercia con su sexo. Pero, ¿por qué se considera respetable comerciar con los brazos, las manos o el cerebro y en cambio, hacerlo con el sexo merece repulsa? Al fin y al cabo, todo es anatomía ¿no?

Pensándolo fríamente, un matrimonio es un contrato entre dos personas para colaborar en la subsistencia y el cuidado de los hijos, un contrato en el que el sexo es básico y suele acompañarse de un fuerte aporte emocional, dicho de otra forma, de amor. Pero el amor no es esencial para el matrimonio. Ya lo sabíamos; en muchas culturas el contrato matrimonial no tiene en cuenta los sentimientos de la pareja. Y no por eso los matrimonios sin amor son menos eficaces. O sea que al fin y al cabo, el matrimonio también puede verse como un contrato de sexo a cambio de bienes y servicios.

De forma parecida, una prostituta es una mujer que firma un contrato de bienes y servicios entre los cuales el sexo es también básico. Al pagar, el cliente ayuda a la subsistencia de la prostituta y también (aunque no piense en ello) de los hijos que resulten. Que también nacen y necesitan comida, ropa y colegio. A la vez, es más raro, pero también puede aparecer amor entre la prostituta y el cliente.

Vista así, la diferencia con el contrato matrimonial sólo reside en que el "matrimonio" de una prostituta es temporal y se repite con otros machos. Tenemos que buscar en estas dos circunstancias para explicar la repulsa hacia la prostitución y, al contrario, la categoría sacramental –sagrada– del matrimonio.

Es evidente: el macho no acepta responsabilidad si no tiene una razonable seguridad de que el hijo es propio, algo que no consigue al emparejarse con una prostituta y en cambio suele conseguir en el matrimonio. La importancia de este factor se aprecia mejor en los casos de infidelidad. Súbitamente, la santa esposa pasa a calificarse con la palabra de cuatro letras.

Es triste. Contrariamente a lo que siempre se dice, la prostitución no depende del comercio con el sexo; al fin y al cabo, el matrimonio también es un contrato de comercio en el cual el sexo es fundamental. La verdadera maldad de la prostitución está en la falta de garantías en la paternidad del macho putero, que acepta un contrato de matrimonio sin amor, temporal y compartido, pero no acepta ninguna obligación posterior y, que además, para justificar su irresponsabilidad, necesita insultar y degradar a la otra parte contratante. Cuando decimos que una cosa es inhumana, solemos pensar que es impropio de la naturaleza humana. Pero el adjetivo es incorrecto y en el caso de la prostitución, el macho humano es inhumano.

Pensado fríamente, sería deseable que la prostitución fuera una profesión digna, como se dice que fueron las hetairas griegas o son las geishas japonesas. Incluso, que fuera una carrera, con formación humanística y científica; que supieran como dar un servicio mejor y más seguro a sus clientes. Que supieran mucho de fisiología, de higiene y de epidemiología. Y que tuvieran un nivel social de acuerdo con la calidad de los servicios ofrecidos y con las necesidades que satisficieran. Como en cualquier otra profesión.

Pero los legisladores de nuestro país, machos, y también hembras impregnados de machismo, no han podido librarse de la necesidad de insultar a la prostituta. No quieren que sean hetairas. Tienen que seguir siendo putas.

(*) Catedrático de Fisiología

de la UIB