Acaba de anunciarse que la mayoría gubernamental se dispone a incluir en la nueva Ley de Libertad Religiosa, que pretende aprobar en esta legislatura, la retirada de todos los símbolos religiosos que existan en las escuelas e institutos públicos, excepto los que tengan valor artístico o histórico. La medida es inobjetable: ha de haber una clara separación entre el hecho religioso, que debe disfrutar de plena libertad, y el espacio público, que ha de ser reflejo de la laicidad del Estado. Evidentemente, esta norma tendrá un indudable efecto pedagógico, no tanto sobre la añeja religiosidad española, muy arraigada en la sociedad, cuanto en quienes, recién llegados, deberán amoldar sus convicciones y sus comportamientos a las pautas constitucionales que nos hemos dado entre todos.

En Suiza, el nacionalismo xenófobo ha conseguido que se celebre en noviembre un referéndum en el que se propondrá prohibir los alminares de las mezquitas; aquí, más bien se trata de todo lo contrario: hay que llevar la religión a sus sedes naturales, las iglesias, las mezquitas, las sinagogas. Evitando por este medio que alguna confesión pretenda imponerse sobre las demás en el territorio común de la ciudadanía.