Fue un día de invierno, en New Jersey. El autobús que me llevaba a Atlantic City atravesaba un paisaje de bosques que parecían carcomidos por la lluvia ácida. A mi lado iba una mujer que me había contado que iba a los casinos de Atlantic City a jugarse el dinero que le habían dado por la póliza de fallecimiento de su marido. En el asiento de delante iba un marinero dormido, que al subir había tenido una discusión con el chófer por culpa de una cámara de fotos que el marinero decía que le habían robado (I ain´t got no fuckin´ time for cameras, son, le gruñó el chófer). En el otro lado del pasillo, una pareja de jubilados, cogidos de la mano, miraban por la ventanilla y de vez en cuando se miraban y sonreían y volvían a mirar por la ventanilla. Me pregunté qué diablos podían estar mirando, porque no he visto un paisaje más triste que el del norte de New Jersey en invierno. Árboles pelados con el tronco amarillento, gasolineras, chimeneas lejanas, un parking solitario, un hombre que cavaba una zanja y parecía hablar con su perro… Estaba a punto de quedarme dormido cuando vi una salida de autopista que señalaba un nombre: Asbury Park.

Aquel nombre me resultó familiar. Por alguna razón me incorporé en el asiento y casi me puse a mirar sonriendo por la ventanilla, igual que hacía la pareja de jubilados del otro lado del pasillo. ¿Asbury Park? ¿Asbury Park? No conseguía averiguar por qué me gustaba aquel nombre, hasta que caí en la cuenta de que venía en un disco de Bruce Springsteen, el primero, si no recuerdo mal: Greetings from Asbury Park. Y entonces recordé que Bruce Springsteen había nacido por allí, en el norte de New Jersey, y que aquellos árboles amarillentos y aquellas chimeneas lejanas eran el paisaje que había visto cuando iba al instituto y cuando regresaba de ensayar con su primera banda, en Old Bridge, tal vez, o en Freehold, o en Asbury Park. No era raro que creyera que había nacido para salir huyendo de allí, Born to Run.

Es curioso cómo puede afectarnos la música que nos ha acompañado durante años y años. Un paisaje monótono y sombrío se ilumina de repente sólo porque lo asociamos con una canción que nos ha hecho felices cuando estábamos a miles de kilómetros de distancia. Y Bruce Springsteen ha conseguido muchos milagros así. Siempre le agradeceré que me ayudara a subir las cuestas del Coll de Sóller, en las heladas mañanas de invierno, con las canciones de The River sonando en el coche. No sé por qué, pero llegaba una curva, y otra, y otra más, y cuando creía que ya no podía más y que ya no veía el camino, sonaban los acordes exultantes de Hungry Heart y en seguida notaba que tenía unas ganas furiosas de llegar a la cima. Un día, al llegar, me paré en el parking del restaurante que había en la cima del Coll, salté a tierra, respiré el aire y volví a subir al coche. Si hubiera tenido fe, hasta creo que habría besado el suelo, como hacía el Papa. ¡Ah, Springsteen! ¿Cómo podremos agradecerle que nos haya prestado un corazón hambriento cuando ya ni siquiera sabíamos que teníamos corazón?

Fue Pere Joan, a finales de los 70, quien me habló de Bruce Springsteen. Había visto un disco con un título que le intrigó, Darkness on the Edge of Town. Sin pensárselo dos veces, Pere se lo compró y se sintió fascinado por la música. Luego me lo prestó, y a mí me pasó lo mismo. El título de aquel álbum sigue pareciéndome uno de los mejores títulos de la historia: la oscuridad en el linde de la ciudad. Una vez, cuando escuchábamos aquel disco, hicimos una excursión a la Serra Nord, al puig de l´Ofre o al Tomir, y vimos desde la cima un cúmulo de nubarrones que se acercaban muy deprisa a Palma. Darkness on the Edge of Town, dijo Pere, y todos supimos que Springsteen había subido hasta allí arriba para señalarnos aquellos nubarrones.

Pero han pasado muchos años de aquello, y ahora es posible que todos estemos un poco hartos de Bruce Springsteen. Lo hemos visto tantas veces en tantos sitios, lo hemos oído cantando en tantos mítines (con Kerry y con Obama, y quién sabe con cuántos más), que ahora nos parece tan monótono y sombrío como el paisaje de New Jersey. Y también es verdad que sus últimos discos no son gran cosa. Pero no conviene olvidar que Springsteen ha hecho discos memorables. Y que el mejor, Nebraska, es el más secreto, el más íntimo, el más desolado de todos. Como aquel paisaje de autopista que rodeaba la salida hacia Asbury Park.