Contra lo que suele pensarse comúnmente, un escritor no es sólo una persona que escribe. Un escritor es también una persona que publica y por tanto pasa la mitad de su tiempo circulando de editorial en editorial o de agente en agente o de conselleria de Cultura en conselleria de Cultura, suplicando atención y subvenciones. Un escritor es, por tanto, alguien que escribe pero también alguien que vende. Y como un escritor no es un productor de objetos necesarios –no ha cosechado pimientos o manzanas, ni ha fabricado piezas para el motor de un coche ni un nuevo programa de ordenador– acaba vendiéndose a sí mismo.

Quienes no leen o leen poco, han acabado por desarrollar una idea quimérica e idealizada de los escritores y de la literatura. Es lo que ocurre con las actividades prestigiadas por la tradición, pero que están en desuso. No se trata de que los escritores sean todos malas personas, seres mezquinos capaces de cualquier bajeza. Entre los escritores, como entre las demás profesiones, hay de todo. Lo que deberíamos tener presente es que si un escritor es, además, una buena persona, no lo es por dedicarse a escribir, sino a pesar de hacerlo.

Primero, un escritor escribe completamente solo. Se pasa miles de horas encerrado en sí mismo, sacando de sus propias frustraciones, carencias, desbarajustes y desengaños la materia prima que alimenta lo que escribe. Si una persona tiene una vida interesante, llena de avatares, difícilmente tendrá tiempo para aprender a escribir bien. Así que los mejores escritores serán las personas más aburridas, las que llenan sus horas inventando un mundo paralelo al real porque de alguna manera están incapacitadas para vivir plenamente la realidad. O vives o escribes. Tratar de hacer las dos cosas puede acabar implicando –hay excepciones, como en todo– no hacer ninguna de las dos cosas del todo bien.

En una segunda fase, el escritor, que ha tenido que aislarse del mundo para crear un lenguaje propio, una vez que tiene su obra acabada en las manos se ve obligado, de repente, a convertirse en un animal social que persigue editores y subvenciones, que presenta su libro en actos públicos en los que se le exige que sea ocurrente y entretenido, que es entrevistado por radios, diarios y, si tiene suerte, incluso por alguna televisión. Es en esta segunda fase cuando el escritor se convierte en un vendedor de sí mismo, pues lo que vende, su libro, no es más que una cosecha recolectada directamente en su personalidad y en su sentimentalidad, en ese territorio que los románticos hubiesen llamado su alma. Si tiene suerte, vende, es reseñado en los suplementos de cultura y se siente más o menos reconocido, es fácil que se vuelva un vanidoso. Si fracasa, no es imposible que acabe siendo un resentido. El escritor no está inmunizado ante las taras generales del ser humano. En cualquier caso, de esa "alma" retocada por la soberbia o la frustración surgirán sus libros futuros. No tiene sentido idealizar el oficio de la escritura. El escritor no es un modelo moral: sus libros no nos hacen mejores ni peores. El escritor, en el mejor de los casos, es un espejo que refleja nuestra grandeza y nuestras miserias.