Con algo más de 300.000 kilómetros cuadrados y poco menos de dos millones de habitantes, Nuevo México es probablemente el lugar más pro-español de los Estados Unidos. En estos momentos se prepara para conmemorar los 400 años de la fundación de su capital, Santa Fe, por un abigarrado grupo de soldados españoles, mulatos y porteadores de tribus indígenas bajo el mando de Juan de Oñate con instrucciones del Virrey Luis de Velasco para "la pacificación" de las desconocidas regiones que se extendían al norte del río Grande.

En 1598 Oñate tomó formalmente posesión de Nuevo México dando comienzo a una típica historia colonial llena de luces y de sombras, de crueldad y de heroicidades, de generosidad y de ambición, de idealismo y de real politik como diríamos ahora. Su aventura la ha contado su compañero de fatigas Gaspar Pérez de Villagrá en la Historia de la Nueva México que publicó en1610 con la memoria de los hechos todavía muy fresca. Los descendientes de aquellos conquistadores llevan hoy los nombres de Romero, Montoya, Archuleta, Gallegos, Baca, Márquez… y también los pueblos y las calles conservan denominaciones españolas.

Hasta Nuevo México llegaron los ecos de dos franciscanos mallorquines que recorrieron aquellas tierras con cien años de diferencia cuando todavía eran de España: Fray Damiá Massanet y Fray Junípero Serra. Si las hazañas –que tales son– del segundo en California son bien conocidas y reconocidas hasta el punto de tener su propia estatua en el Capitolio de Washington, el interés del primero se centró en los indios Hasinai de Texas y, de modo obsesivo, en encontrar pruebas para hacer avanzar la canonización de la mística de su orden, Sor María Jesús de Ágreda, de quien se aseguraba que dominaba el arte de la dislocación y que eso le había permitido aparecerse a los indios de Nuevo México sin moverse de España. Cuando uno juzga la conquista de América debe tener en cuenta que esta era la mentalidad de la época, dispuesta a toparse con patagones con ojos en la barriga o a buscar con Cabeza de Vaca la fuente de la eterna juventud en Florida.

Como embajador de España en los EEUU me cupo el honor de hacer la paz con la tribu Ácoma, particularmente belicosa y masacrada por Oñate en 1598 tras haber tendido una emboscada que causó varios muertos españoles. Después de arrasar su pueblo cortó el pie derecho a una docena de ellos como escarmiento para tirios y troyanos. Los ácoma nunca olvidaron la afrenta, nos acusaban de genocidio y de hecho funcionaron desde entonces como un poderoso grupo de presión en contra de nuestros intereses en la zona. Hasta ahora, que tras mucho trabajo y con el apoyo de Bill Richardson, Gobernador de New Mexico, y otros políticos locales ha sido posible la paz.

La ceremonia se celebró en el altar mayor de la iglesia de adobe, del siglo XVIII, que se asienta sobre el imponente peñol donde los ácoma tienen su poblado. El peñol es un nido de águilas, una especie de "mesa" montañosa como las que aparecen en las películas de John Wayne y la ceremonia, sencilla y solemne a la vez, consistió en la entrega al cacique de la tribu de un bastón de autoridad con contera y puño de plata y las armas de España como símbolo de nuestro deseo de amistad y como reconocimiento de su soberanía indígena. Un bastón similar les fue entregado por el gobierno de México en 1821 y otro por el presidente Abraham Lincoln en 1863, pero nunca habían querido recibirlo de España, que en cambio los ha entregado a lo largo de los años a otras 15 tribus de apaches, pueblos y navajos. Al recibir de mis manos el bastón, el cacique recitó una larga oración en su lengua mientras lo alzaba en las cuatro direcciones y luego también arriba y abajo, como queriendo hacer participar a todos de la paz que se firmaba. El Consejo de Ancianos y muchos miembros de la tribu asistían a la solemne ceremonia. Algunos lloraban. La historia no se puede cambiar pero el acto que presenciaban ponía fin a una enemistad de 400 años y abría camino para dibujar juntos el futuro.

(*) Embajador de España en Estados Unidos