Hace algunos años escribí un guión para un documental sobre Robert Graves, que me permitió trabajar con sus Diarios inéditos. En concreto con aquellas páginas que van desde su llegada a Mallorca con la poeta Laura Riding, hasta su abandono de la isla, ya en plena Guerra Civil, a bordo del destructor británico HMS Grenville. Este documental -que titulé Graves in war- no ha tenido, de momento, suerte, pese a que su realizadora, Françoise Polo, y yo, nos pasamos muchas horas frente a los ordenadores y el producto resultante fue, no diré impecable (no me corresponde a mí decirlo), pero sí muy decente y bastante inusual por estos pagos. Recuerdo que su productor quiso venderlo a la entonces responsable de Cultura de La 2 -hablo de TVE- y ésta le contestó -o al menos así me lo contó el productor- que no sabía quién era Robert Graves. En fin, peor está ella, mientras nuestro documental duerme en algún estante y los que lo hicimos -Françoise y yo- esperamos que se acabe recompensándonos por el tiempo, el trabajo y el entusiasmo que pusimos en él. Y que se estrene algún día, claro.

Una de las cosas que siempre ha llamado mi atención en Graves han sido sus mujeres. No me refiero aquí a sus musas -cíclicas y al margen de sus parejas- sino a sus tres mujeres: la pintora Nancy Nicolson -feminista, madre de sus tres primeros hijos y quien aguantó al Graves más desequilibrado por la Gran Guerra-, la poeta Laura Riding -verdadero espejo y motor intelectual de las ideas poéticas de Graves y quien más contribuyó a la solidificación de Graves como el poeta que fue- y su mujer por excelencia, Beryl -que siempre me pareció tan bella como su nombre-, o el puerto de arribada, madre de los hijos mallorquines de Graves y alma mater de la vida del Graves que conocimos: su Penélope -que siempre está-, por acudir a una metáfora clásica.

Pero debo recalar en Laura Riding, debido a la acusación de plagio que publicó hace poco The Independent: que si Robert Graves había robado varias ideas a la poeta norteamericana para escribir algunas de sus obras, especialmente La diosa blanca. Que si Graves había -son, parece, palabras de una carta de la propia Riding- "chupado, sangrado, exprimido y saqueado" su obra. Que si cuatro versos (sic) de Riding están en un poema de Graves... Y es que suelen ser estas cosas -o sea, las vísceras- las que hacen saltar a los poetas a las páginas de los periódicos, por años que lleven muertos. Pienso ahora en Shakespeare, Marlowe y toda la leyenda.

Porque cuando pienso en la pareja Graves-Riding, protagonista de aquel documental, no recuerdo acusaciones o sospechas de plagio, aunque la verdadera vida de las parejas sólo las parejas la conocen y no siempre dominan. Recuerdo, eso sí, a una mujer que era una especie de monja de la poesía. Ascética y entregada a ella como quien puede entregarse a la renuncia de las cosas del mundo. Y recuerdo que eso me gustó. Recuerdo alguna fotografía suya en Deià, con aspecto de zíngara. Y recuerdo también que pensé -equivocadamente o no- en cómo la complicidad intelectual entre Graves y Riding, añadida a la amistad -maquiavélica o no- que Riding había establecido con Nancy Nicolson, habían contribuido al naufragio del primer matrimonio de Graves.

Lo que sí es cierto es que hay una etapa en la vida de Graves que no se entiende sin la presencia de Laura Riding, presencia que duró nada menos que trece años, entre 1926 y 1939. Juntos fundaron la editorial Seizin Press, la revista Focus, y juntos escribieron dos libros sobre poesía que, en su momento, fueron tan esenciales como discutidos: Un diagnóstico sobre la poesía moderna y Un panfleto contra las antologías. Por no hablar -dada la influencia de Riding sobre otros poetas contemporáneos- del orden clarificador -continúo hablando de poesía- que seguro contribuyó a establecer en Graves. Como la compañía de Graves contribuyó también a cierto apaciguamiento de la inestabilidad psíquica de Riding. (Sin olvidar que contemplar a Graves era contemplar el misterio de la poesía, esa fue siempre, al menos, mi impresión al verlo). Quiero decir con eso que las ideas poéticas de uno y otro quizá acabaron siendo intercambiables, como son a veces intercambiables las ideas en el terreno de los afectos, ya que son los afectos, sospecho, el abono para que esas ideas surjan con más facilidad y brillantez en uno y en otro y acaben siendo indistintas. Y es, precisamente, cuando nace el desafecto -como en cualquier pareja- que surge también lo que es mío y lo que es tuyo, lo que nació gracias a mí y lo que nunca te habría (ni se te habría) ocurrido de no estar yo a tu lado, aunque no necesariamente se diga. Un asunto complicado, porque en él la verdad y el despecho se alían y siempre hay alguien que miente o que mintiendo, para desesperación del otro, está convencido de decir la verdad. Pero si en La Diosa Blanca estuviera -que no lo sé- la huella de Laura Riding, habría que interpretarlo como algo que pertenece a ese lugar sagrado donde el amor, la poesía y la memoria conviven en la eternidad del tiempo. Y dejarlo estar.