Holtville está en el desierto de California, muy cerca de la frontera mejicana. Es una comarca de toponimia sugerente. Por allí están Mexicali, Ocotillo, Yuma, Calexico (¡qué gran música hace el grupo que lleva este nombre!). Pero Holtville, que es el condado más pobre de California, no tiene nada de agradable. Lo único que allí llama la atención es su cementerio, porque tiene una parcela destinada a los inmigrantes ilegales que murieron al intentar cruzar el desierto. Algunas de esas tumbas tienen nombre. Alfonso Armada las recorrió y consignó algunos de esos nombres en su libro El rumor de la frontera: Patricia Navarro, Zoil V. Alves, Zaila Gonzales, Ramon Gonzales, Alfred Peres, Pilar García? Otras tumbas no tienen nombre. Sólo hay una cruz blanca y un letrero que dice en castellano "No olvidado".

Alfonso Armada le preguntó al sepulturero quién había puesto aquellos letreros. "Los samaritanos", le contestó el sepulturero. Los samaritanos son una organización de voluntarios que ayuda a los inmigrantes ilegales. Algunos de estos samaritanos patrullan por el desierto, y cuando encuentran a un ilegal, le dan agua y comida, y a veces, si pueden, le ayudan a llegar a un lugar seguro. Estos samaritanos son maestros, estudiantes, administradores de hospital, jubilados, sacerdotes presbiterianos. Nos gusta meternos con América y los americanos, y a menudo hay motivo para hacerlo, pero me pregunto si nosotros tenemos algo equivalente a esos samaritanos, que al menos se toman la molestia de escribir "No olvidado" sobre las tumbas sin nombre. Es cierto que nosotros tenemos ONG´s y organismos públicos dedicados a la asistencia a los inmigrantes. Pero no conviene olvidar que son entidades administrativas. Ese "No olvidado" de las tumbas sin nombre no es un trámite administrativo. Es otra cosa.

Ayer estaba mirando unas fotos que el fotógrafo Carlos Pérez Siquier -cuya madre era de Muro- tomó en la Isleta del Moro, en la costa de Almería, hacia 1970. Casas de pescadores, cal, redes, pitas, una mujer que se lava el pelo en una tinaja, un hombre que fuma mientras acaricia a su perro, y el mar, el mar por todas partes, un mar que parece recién hecho, como en el primer día de la creación. Éste es el mar que se ha tragado a los nueve niños africanos que murieron de hambre y sed en una lancha de inmigrantes clandestinos. Algunos de esos niños fueron arrojados al mar delante de sus propias madres, y las madres tendrán que convivir con ese recuerdo, si es que se puede convivir con ese recuerdo. Cada viajero de aquella lancha de ilegales había pagado 1.200 euros por el viaje, o sea que una madre que viajase con dos hijos había pagado 3.600 euros, que ahora ya se habrán convertido, en manos del organizador del viaje, en el primer pago de un bonito Masserati.

Hemos aprendido a vivir dándole la espalda al horror, pero de alguna manera convivimos con él, como también podemos convivir con una fábrica de celulosa o con un vecino ruidoso. Y los niños son arrojados al mar mientras nosotros fingimos que no sabemos o que no podemos hacer nada, y poco a poco, los inmigrantes que mueren mientras intentan cruzar el Estrecho -igual que los ilegales que mueren en Holtville o en Ocotillo o en Calexico- se están convirtiendo en las víctimas de un nuevo Holocausto que no tiene aún responsables directos, aunque sí tiene cómplices y encubridores y beneficiarios.

Odette Elina, una judía francesa que sobrevivió a Auschwitz, contaba cómo un día le dieron la orden de destruir doscientos cochecitos de bebés (Daniel Capó lo contaba en la reseña del libro de Elina, Sin flores ni coronas, publicado por Periférica). Doscientos cochecitos, uno detrás de otro, con sus almohadas y sus sonajeros y sus muñecos de peluche. Odette Elina, junto con otras mujeres, cumplió la orden (¿qué otra cosa podían hacer?), así que llevó los cochecitos a uno de los hornos crematorios y los fue arrojando al fuego, sabiendo muy bien lo que les había ocurrido a los niños que los habían ocupado. Nosotros no arrojamos a nadie al fuego. Dejamos que las barcas de ilegales vayan y vengan como si fueran alegres cruceros veraniegos, y si alguna vez alguien se ahoga en el mar, después de haber pagado 1.200 euros por el pasaje (¿había rebajas para niños?), procuramos olvidarnos en seguida. Nada de una cruz con el letrero "No olvidado". Aquí todos son olvidados, sí, olvidados.