Ya que un repaso exhaustivo a los sucesivos episodios de corrupción municipal requeriría centenares de folios, demos al menos un vistazo alrededor.

Como era fácilmente imaginable, la fiscalía anticorrupción ha terminado encontrando indicios altamente sospechosos en la "macrourbanización" de "El Pocero" en Seseña, Toledo. Aquel engendro surrealista de más de 13.000 viviendas en medio del páramo manchego, que vulneró todas las condiciones urbanísticas vigentes y se convirtió súbitamente en un hecho consumado ante la sospechosa pasividad de la Comunidad de Castilla-La Mancha, sólo fue posible por el procedimiento de llenar los bolsillos de un alcalde venal que recibió donativos injustificables e injustificados. El alcalde, corrompido, ya está procesado. Y no se entiende que el mismo fiscal no haya hecho lo propio con el corruptor, que está bien a la vista.

La prensa de ayer informaba de que acaba de ser detenido el alcalde y la primera teniente de alcalde de Benitatxell, localidad en el norte del litoral alicantino, por los supuestos delitos de prevaricación y cohecho en la recalificación de terrenos. Hace apenas unos días, en Denia, un concejal socialista tránsfuga se cambiaba de bando y el alcalde del PSOE era sustituido por otro del PP; tras este escándalo está la construcción de 20.000 viviendas, paralizadas por el nuevo equipo municipal, ahora defenestrado en una operación que, por simple sentido común, no puede ser del todo limpia. Y también la prensa de ayer hacia recuento cuantitativo de lo realmente sucedido en Marbella: entre 2002 y abril de 2006, fecha de la Operación Malaya, el botín sustraído de las arcas públicas superó los 253 millones de euros.

En prácticamente todos los casos detectados desde el estallido del escándalo marbellí se repiten las mismas pautas: primero se advierten las irregularidades, cuando afloran; después, tardíamente, la fiscalía toma cartas en el asunto. Y en la gran mayoría de los casos, se procede contra el administrador público, y muy raramente contra el inductor. Ni los secretarios de los ayuntamientos, ni los arquitectos municipales, ni la intervención general del Estado, ni la Agencia Tributaria -que tiene acceso a los bienes patrimoniales de los ciudadanos- ejercen en la práctica control alguno sobre la corrupción.

En un régimen democrático, la honradez no está acreditada. La condición humana es débil y el rigor de las administraciones y de sus funcionarios sólo se garantiza mediante los pertinentes y escrupulosos controles. Es manifiesto que en el ámbito municipal estos controles no existen o están excesivamente relajados, y ello explica la sobreabundancia de irregularidades delictivas, que no son del todo percibidas como tales por la ciudadanía, como si no fuera su propio dinero el usurpado.

Esta situación no es sostenible por varias razones. Primero, porque se difunde la imagen de una democracia bananera e inescrupulosa, en la que los grandes valores no están asentados. Después, porque se producen injusticias flagrantes: el bien común y el patrimonio colectivo están en juego. Finalmente, porque los desmanes urbanísticos tienen, a posteriori, muy difícil arreglo. Conviene, en fin, que se analice cumplidamente el fenómeno de la corrupción municipal con todo cuidado en el Parlamento, con el auxilio de expertos en las diversas materias, al estilo de las comisiones regias británicas, para obtener una batería de conclusiones operativas que sean rápidamente implementadas y que nos liberen esta ominosa epidemia.