Desde que, con el declive del régimen medieval, los burgos primero y los Estados más tarde comenzaron a construir la sociedad civil, la relación entre poder público e Iglesia no han sido nunca fácil. Que nada menos que Napoleón Bonaparte quisiera ser coronado como emperador por el Santo Pontífice pone bien de manifiesto que una cosa es contar con la llave política de casi toda Europa y otra muy distinta poder desentenderse, pese a eso, del Vaticano.

Aquellos tiempos dejaron sentado no obstante el principio del Estado laico. Pues bien, más de dos siglos después parece todavía difícil desprenderse de la sujeción a unas pautas de pensamiento -las de los principios, preceptos y valores religiosos- de las que lo menos que puede decirse es que casan mal con la idea de un Estado aconfesional. Por más que sea obvio que incluso una sociedad en la que la religión forma parte de sus referentes culturales e históricos, como sucede en el reino de España, debe dejar de lado esa referencia cuando la institución implicada sea la del Gobierno, resulta muy difícil a la práctica llevar el principio de laicismo.

Un ejemplo último se tiene en los acuerdos "progresistas" que el trigésimo séptimo congreso del Partido Socialista Obrero Español ha aprobado, los más notorios de ellos relacionados con el intento de avanzar en la consecución del Estado laico. Las normas políticas van siempre a remolque de los cambios sociales y es bueno que se intenten acercar a éstos. Habrá polémica política, por supuesto, en cuanto a la eliminación de los símbolos religiosos en las tomas de posesión de los cargos políticos, y no digamos nada ya de aquello que, más allá de los símbolos, implique cambios en los reglamentos que afectan al aborto. Pero ni habrá disputa política ni cambio alguno en aquello que se refiere a los funerales de Estado. El presidente Rodríguez Zapatero ha eliminado esa propuesta aprobada por los congresistas de su partido. Y lo ha hecho invocando el carácter familiar que acompaña a cualquier despedida de un muerto, por ilustre que sea éste.

¿Se equivoca el presidente? Su diagnóstico social parece, en mi opinión al menos, acertado. Por más que los matrimonios hayan conseguido soltar lastre religioso, manteniendo la mayor parte de la pompa y la ceremonia en los enlaces civiles, no sucede lo mismo con los funerales. Carecemos en España de la cultura de la despedida civil de los muertos, de esa convocatoria que permite decirles adiós reuniendo a familiares, amigos, simples conocidos y personas que quieren unirse al duelo. El funeral religioso no sólo brinda la oportunidad sino que, a través del pésame, acapara la mayor parte -la más importante sin duda para la inmensa mayoría de los asistentes- de la ceremonia. De hecho, los oficiantes suelen quejarse de que sea así. Pues bien, pasará tiempo antes de que, en materia de muertes, corresponda al César lo que es del César y a Dios lo que es de él.