El PSOE ha anunciado que se dispone a emprender una campaña encaminada a "la desaparición progresiva de símbolos y liturgias religiosas en los espacios públicos y en los actos oficiales". En concreto, la nueva Ley de Libertad Religiosa suprimirá los funerales de Estado a la vieja usanza.

Parece claro que una sociedad cada vez más pluricultural (el multiculturalismo es otra cosa) y en la que conviven pacíficamente diversas religiones y actitudes agnósticas, carece de sentido que los ministros hayan de prometer o jurar el cargo ante un crucifijo o que haya símbolos católicos en la escuela pública a la que asisten alumnos de todas las creencias. Nada hay que objetar por tanto a un deslizamiento tranquilo hacia un Estado verdaderamente aconfesional en el que todos, con independencia de sus convicciones personales, se sientan acogidos.

Es claro sin embargo que la aplicación de tales criterios requiere una extrema gradualidad y una gran sensibilidad. Porque no se trata, es obvio, de agraviar a unos para satisfacer a otros, ni de erradicar tradiciones muy interiorizadas por la ciudadanía, ni, por supuesto, de declarar una caza de brujas que no sería compatible con los principios de tolerancia y de respeto que deben impregnar tanto la acción pública como el modelo de convivencia.