Cuando Jordi Pujol ideó, impulsó e implementó la llamada "inmersión lingüística" de la enseñanza obligatoria en la lengua catalana generó gran polémica, que se mitigó poco después. Los argumentos eran tan sólidos que muy difícilmente se podía rechazar tal propuesta. Partiendo de la base de que catalán es todo aquél que vive y trabaja en Cataluña, la forma más fácil de sortear el escollo del bilingüismo y por lo tanto la formación de dos comunidades separadas en Cataluña (la catalanoparlante y la castellanoparlante) era aculturar a todos en la lengua materna de la inmensa mayoría de los catalanes, garantizando la correcta enseñanza del castellano. La inmersión dejó, pues, de generar controversias. La aceptó el PSOE, en el gobierno entonces, y la sostuvo el PP sin problemas durante sus dos legislaturas. El sistema, aplicado con variantes a Euskadi, a Baleares y a Galicia, ha funcionado bien en términos generales, y hoy puede decirse alto y claro que no existe problema lingüístico alguno de consideración en la periferia española.

Dicho esto, es innegable que se han cometido algunos abusos reprobables y que el buen funcionamiento de la "inmersión" requiere el reconocimiento de algunas excepciones. En efecto, determinados criterios como los de la rígida aplicación de una norma exclusivista en la rotulación de lugares públicos o la prohibición de usar el castellano en los medios audiovisuales autonómicos de dichas comunidades son autoritarios, intolerantes y reprobables. Y asimismo -y en este punto estriba quizá el aspecto más polémico de la cuestión- habría que consagrar el derecho de los residentes en estos territorios a que sus hijos, excepcionalmente y por alguna razón concreta (incluso de carácter ideológico), fueran aculturados en castellano. Hay que decir acto seguido que el número de estas excepciones es objetivamente escasa por lo que no supondría un esfuerzo significativo para las instituciones educativas atender esta excepción.

En definitiva, el modelo vigente es sustantivamente correcto, si bien plantea algunas carencias de menor cuantía que deben ser convenientemente corregidas. Así las cosas, es evidente que conviene una negociación pacífica entre el Ministerio y las autoridades educativas de las ccaa concernidas para perfeccionarlo. Y en este punto del análisis ha irrumpido el Manifiesto, redactado por un grupo significativo de intelectuales, asumido de inmediato por el partido de Rosa Díez, abanderado inmediatamente por un determinado periódico estatal y aceptado asimismo por otro periódico de la competencia de aquél. Ambos situados en la órbita del centro-derecha.

El Manifiesto es, en la mayoría de sus aspectos, obvio e inobjetable. Sin embargo, es inevitable plantearse cuáles son su utilidad y su objetivo. Porque todo indica que con esta movilización, que ya ha suscitado adhesiones y rechazos vehementes, estamos generando un problema donde realmente no lo había. Todo ello con un objetivo claramente político: enarbolar una bandera patriótica de la oposición frente al poder? y, por parte del diario que ha encabezado la campaña, vender periódicos, una vez agotado el filón de la indecorosa "teoría de la conspiración".

El Manifiesto -que, insisto, es en sí mismo inocuo- ha sido tomado como un agravio por buena parte de las sociedades de las comunidades con lengua diferenciada. Y, como era de esperar, en tanto el partido del Gobierno lo rechaza como una manipulación, el principal partido de la oposición lo asume más o menos explícitamente. No se ve que haya una razón intelectual para proseguir por ese camino. Más bien parece que, con una frivolidad dolosa, estamos sencillamente, una vez más, jugando con fuego.