Hay algunos elementos en el desarrollo de estos cuatro primeros meses de la legislatura que sugieren que el PSOE, tras vencer en las elecciones del 9-M, está buscando con ostensible desconcierto una ubicación definitiva que le permita mantener la hegemonía y una cómoda velocidad de crucero. El desconcierto proviene de dos fuentes: de un lado, la mayoría gobernante está en plena resaca de una legislatura, la 2004-2008, en que, pese a la agitación reinante, llevó a cabo un amplio y profundo repertorio de reformas radicales que han colmado numerosas demandas y que difícilmente puede continuarse al mismo ritmo (es más la hora de aplicar innovaciones que de implementar otras nuevas). De otro lado, el Partido Socialista se ha encontrado con un contexto muy distinto: si en el cuatrienio anterior había de enfrentarse a un PP enrocado en posiciones extremas y vociferantes, actualmente tiene enfrente a una oposición conservadora en apariencia mucho más moderada.

En principio, el XXXVII Congreso socialista debería servir para disipar el desconcierto y habilitar un camino de avance sereno y sólido. En otras palabras, el proceso político de esta legislatura ya no debería consistir en una secuencia de reformas de gran calado encaminadas a actualizar el acervo legislativo para acomodarlo a la sociedad real, empeño ya muy avanzado, sino en una doble tarea consistente, primero, en hacer efectivas las normas ya existentes y, segundo, en mejorar la gestión política general.

Sobre la primera cuestión -hacer efectivas las normas-, queda mucho por andar. La ley integral contra la violencia de género es una disposición muy completa que sin embargo ha ofrecido frutos mediocres; es llegado el momento de habilitar los medios de toda índole que reduzcan efectivamente el peso insoportable de las estadísticas del maltrato y materialicen en la práctica una protección a las víctimas que de momento es más teórica que real. La ley de Dependencia requiere mecanismos y recursos para cumplir su alta misión. Algo parecido sucede con la ley de Igualdad. Y otras normas que inciden sobre el derecho de familia necesitan cierto proselitismo para que la sociedad avance al menos en la misma medida que las leyes. Sobre la mejora de la gestión en general, es evidente que este país no habrá llegado a la verdadera modernidad hasta que se realice una reforma a fondo de las administraciones y de los servicios públicos. En definitiva, se entiende mal que el Congreso socialista esté particularmente interesado en proporcionar titulares -el derecho a voto de los inmigrantes-; los avances en materia de aborto, laicidad y garantía de una muerte digna; la acentuación del federalismo- cuando lo que es preciso no son tanto propuestas espectaculares cuanto madurez y buen tino para aplicar las innovaciones ya implantadas y engrasar la maquinaria administrativa.

La actual legislatura habría de ser, además, la de la conclusión de la reforma del audiovisual público -es patente que el nacimiento de la TDT plantea retos nuevos a los que no se está dando respuesta-; la de la reforma consensuada de la Justicia; la del cierre de la reforma territorial en abierta sintonía con el PP; la de la recuperación de una gran política exterior... La de los pactos de Estado, en definitiva. Y, por supuesto, la de la lucha contra la crisis económica, designio que, como ya hemos escrito, habría de lograrse no sólo mediante el diálogo social sino involucrando a toda las fuerzas políticas en una especie de renovados Pactos de la Moncloa.

La vistosidad y la renovación han de dar paso, en estos tiempos de tribulación, a la eficiencia y al sentido del Estado. En estos caladeros deben buscar el PSOE y los demás partidos su cantera de votantes.