La extendida idea de que el Tribunal Constitucional no podía caer más bajo, una vez emitida la sentencia de los Albertos, suponía una notable exageración. La llamada telefónica de la presidenta de la institución a una abogada y presunta asesina del marido de la segunda -una escena tan surrealista que cuesta incluso transcribirla- da la razón a quienes califican de irremediable la situación del órgano que interpreta la Constitución. Si María Emilia Casas no sabía con quién estaba hablando, ¿por qué habló con esa persona? Las repercusiones judiciales son tramposas y secundarias, frente a una inconsciencia que desacredita a su autora para cualquier cargo público, desde el sentido común al que apelan tan profusamente las sentencias. Históricamente, la ingenuidad del poder ha provocado más catástrofes que el crimen.

La primera ley del periodismo reprueba la situación ridícula de reclamar una dimisión en un artículo -"le acabo de meter un viaje al Kremlin", la célebre bravata de un columnista durante el franquismo-, excepto si el cese queda descartado como secuela del pronunciamiento. Resguardándose en esa salvedad, Casas, a casa. Así que pasen unos años, nadie entenderá que la presidenta del Constitucional sobreviviera a la estremecedora frase con la que tranquilizó a la presunta asesina, "si alguna vez recurre en amparo, pues ya me vuelve a llamar". En prosa no jurídica, ese alentador comentario -sobre todo para quien tuviera que litigar contra la interlocutora con acceso presidencial- transpira compañerismo. Además, la abogada le comenta que recurrirá al secuestro de su hija para soslayar una sentencia en contra, sin que la autoridad del Estado se conmueva. Las dos protagonistas de la escena muestran idéntico respeto hacia el Tribunal que una de ellas encabeza.

La mala suerte es una componente esencial de la actividad política -véase la caída de Helmut Kohl-. Según el Supremo, hubo "consejo" pero no asesoría. Es decir, la presidenta del Tribunal Constitución "aconseja" a una letrada a la que no conoce de nada, y a la que ella misma llama por teléfono. Un comportamiento ejemplar, empeorado por sus colegas magistrados cuando insisten en que son los únicos con derecho a juzgar a la primera entre ellos, un manifiesto tan próximo a la impunidad regia. No podía faltar el coro de ilustrísimos catedráticos que han extendido su manto de corporativismo sobre Casas. Aparte de desvelar indirectamente los "consejos" que prodigan desde sus posiciones de privilegio pagadas con fondos públicos, es curioso que se aplique un plus de tolerancia a cargos públicos que deberían ser interpelados con una dosis adicional de exigencia.

En una sociedad transparente, es absurdo imponer una pureza virginal a jueces, policías o periodistas que puedan haberse excedido en sus comentarios. El paso siguiente sería la censura del pensamiento. Sin embargo, la conversación fue protagonizada por una de las más altas magistraturas del Estado, que no tiene horario de excedencia. Cargar contra la jueza que remitió la conversación interceptada al Supremo -con independencia de su motivación-, entra en lo miserable. Al menos, los hechos se han conocido, y presentar a Casas como víctima es excesivo incluso para la mojigatería del falso progresismo. En cuanto a la escasa repercusión popular del suceso, desde el prisma de la cohesión social es importante que la indiferencia absoluta de la ciudadanía hacia el Tribunal Constitucional coincida con el respeto que le demuestran sus integrantes cuando se explayan.

A la vista -y a la escucha- de la conversación, cuesta imaginar que alguien propusiera a Casas para presidir cualquier ente con un mínimo de relevancia, aunque la bronca en público que le endilgó María Teresa Fernández de la Vega aportaba un revelador antecedente. Su continuidad no demuestra la importancia del Constitucional y la gravedad de su descabezamiento en vísperas del Estatut, sino el desinterés que suscita ese Tribunal. Un intercambio verbal a vuelapluma es el mejor resumen de un mandato caducado y caduco, para una institución que los partidos no saben cómo dejar de manejar. Laicismos al margen, que Dios ampare a los ciudadanos, porque su situación presenta un dudoso pronóstico si tiene que ampararles el Constitucional.