El PSOE ha dado un golpe de efecto con su propuesta congresual de que los inmigrantes que residan en España desde al menos cinco años atrás tengan derecho al voto en las elecciones municipales. La norma estaría ya en vigor en las municipales de 2011 y, para que no sea preciso reformar la Constitución, obligaría al Gobierno a lograr previamente acuerdos de reciprocidad con los Estados de origen de dichas personas. Al aplicarse este criterio, en algunas grandes ciudades el voto inmigrante podría influir decisivamente en la composición de las corporaciones.

La idea es inobjetable: primero, porque supone un aliciente para la verdadera integración de los foráneos que, previsiblemente, tras un lustro de residencia entre nosotros, estén más inclinados a quedarse que a regresar a sus países. Segundo, porque perfecciona la democracia: si las elecciones generales son por definición un ejercicio de soberanía que sólo atañe a quienes posean la nacionalidad, las elecciones municipales organizan la convivencia en el ámbito más cercano al individuo, y es lógico propugnar que toda la comunidad participe en dicho ceremonial pluralista. Por último, la propuesta dulcifica y racionaliza una política de inmigración que ha de combinar la firmeza frente al inmigrante ilegal con la integración real y efectiva.