No se adivina en el horizonte político vasco otro escenario que no pase por la deslegitimación moral del Estado. Se trata de un guión preestablecido que se cumple con rigor férreo y cuyo código secreto responde a una hermenéutica profundamente actual: la realidad importa menos que el discurso. Si Euskadi es una sociedad dividida en dos mitades (se podría hablar de nacionalistas y de no nacionalistas, pero también de ciudades y de caseríos), ¿a qué viene que sea preferible la democracia plebiscitaria al modelo de grandes consensos? En el juego del lenguaje, Zapatero deberá hilar muy fino porque algunos han hecho del desencuentro su particular modelo de reafirmación patriótica. Si Lévinas en alguna ocasión ha escrito que es el Otro quien nos define, aquí podemos constatar que la confrontación juega un papel clave en la forja de una identidad. El odio une más que el amor y, en todo caso, siempre es más fácil desunir que unir, enfrentar que ceder por el bien común. La demagogia populista encuentra su caldo de cultivo allí donde el hombre muestra sus debilidades -y aquí podríamos remontarnos hasta Caín y Abel-. La historia se repite una y otra vez aunque sea con un lenguaje nuevo.

La actualidad manda: ETA decide. ¿De quién es la culpa? En primer lugar de Rodríguez Zapatero, por haber equivocado en sus inicios la política antiterrorista. En segundo lugar, del Lehendakari Ibarretxe quien confunde sus deseos con la realidad en una ensoñación plebiscitaria de consecuencias suicidas. Dividir, ¿para qué? Enfrentar y enfrentarse, ¿con qué motivo? En términos políticos, el abrazo a EHAK busca cortocircuitar el entorno etarra a sabiendas de que hace suyo gran parte de su enloquecido ideario. Con ello, acentúa la dramatización del conflicto y demoniza, incluso, el rostro más amable del constitucionalismo. Al final, se trata de un juego de todo o nada con pactos parciales siempre a favor de los mismos. ETA decide a pesar de su debilidad operativa: marca las reglas, impone las normas, tutela la libertad. Sólo un iluso puede sostener que estamos mejor que hace diez años.

Yo no lo creo. O al menos, me cuesta verlo así. Quizá pudiéramos encontrar la solución en la ciudadanía vasca, si se decidiera apartar a ETA de la vida política -es decir, deslegitimando lo que es y debiera permanecer marginal- y conceder su confianza a los adalides del pactismo. Si la Transición española se cimentó en una transversalidad de indudable sentido moderador, la pacificación de Euskadi resulta imposible sin la integración de las distintas sensibilidades: no unas por encima de otras sino unas reconociendo a las otras.

Hay indicios que apuntan en esa dirección -Imaz, López, Madina, quizá Basagoiti-; pero, en general, la política debería ir a remolque de la sociedad y no al revés. De ser así, Zapatero -Aznar ya es historia- compensaría con creces su andar torpe de los primeros años. Y, tal vez, otra manera de hacer política lograría abrirse paso en Euskadi y en el resto de España.