A veces he pensado en qué época de la Historia me habría gustado vivir. Recuerdo que éste era un tema que se abordaba con cierta frecuencia cuando teníamos veinte años, esa edad en que uno se encuentra tan mal en su piel que cree que es por culpa de lo que ocurre alrededor. Abundaban los partidarios del futuro, que deseaban saber lo que pasaría a mediados del siglo XXI o dentro de doscientos años. Fieles lectores de Julio Verne, auguraban adelantos estupendos que permitirían pasar el fin de semana en la Luna, alimentarse de pastillas o teletransportarse a cualquier lugar del mundo. En cambio, algunos preferíamos el pasado; pasear, por ejemplo, por las animadas calles de Pompeya (un día que no hubiera erupción del Vesubio a la vista, claro está), o ser testigo de las primeras noticias que llegaban desde un continente recién descubierto, lleno de misterios y de riquezas. El caso es que, fuéramos hacia delante o hacia atrás, todos coincidíamos en una cosa: la época que nos había tocado vivir era un desastre, una gris balsa de aceite.

¿Qué proporciona interés a un tiempo histórico? Sin duda, la presencia de acontecimientos que supongan algún cambio decisivo en la sociedad. Pero lo cierto es que, hasta nuevo aviso, el ser humano, solo o en compañía de otros, suele avanzar a base de luchas y conflictos. Consultados la literatura y el cine, por cada trama idílica centrada en el pasado o en el futuro existe un número mayor de obras que recrean o anticipan hostilidades y enfrentamientos mil. Desde "En busca del fuego" hasta "La guerra de las galaxias", pasando por "Alatriste" o "Barry Lindon", la contabilidad de la Historia se lleva sobre un debe y haber hecho de batallas y matanzas, rasgo común a todo tiempo y lugar. Según eso, en buena lógica, no existirían épocas interesantes o anodinas. Y es que, aunque en nuestro entorno inmediato no se esté produciendo un conflicto, seguro que dos países más a la derecha o a la izquierda están dándose estopa y creando, por lo tanto, un escenario lleno de interés.

Pero, ¿qué es lo que resulta interesante de verdad, el arte o la vida real? ¿Fueron épicos el bombardeo de Guernica o los fusilamientos del tres de mayo, o más bien la épica reside en la visión de Picasso y Goya? Algo me dice que a los veinte años confundíamos una cosa con otra, y suspirábamos por unas emociones que, llevadas a ras de suelo existencial, no resisten la comparación con las artísticas. Hoy un análisis sosegado de las noticias nos proporciona material para el insomnio más allá de las temperaturas veraniegas; pensando en global, a las malas perspectivas económicas y medioambientales se suma el bajo continuo de la tensión geopolítica en Oriente Medio. Más cerca, aunque en Balears todo hace presagiar una buena temporada turística, también tenemos nuestros escándalos: un surtido de desatinos que van de lo financiero a lo sexual y que darían para montar más de una novela. Y después de todo esto, ¿habrá a quien le aburra nuestro tiempo? ¿Quién querría verse llevado a las campañas napoleónicas, a los tercios de Flandes o a un combate interestelar cuando la trinchera se encuentra en la propia casa, y el combate es saber si llegaremos a fin de mes después de pagar el plazo de la hipoteca y el recibo de la luz?