Hace quince días, antes de sentarme a escribir mi crónica dominical, quise releer un viejo artículo de Quico Rivas publicado en Comercial de la Pintura -una revista de la que se editaron, hace veinticinco años, apenas tres números. El artículo trataba de una excursión veraniega a Sa Fortalesa de Pollença: Quico Rivas había venido a Mallorca con las hermanas Huarte, instalándose en la casa que esa familia tiene en Formentor. Con ellos vinieron también el poeta Juan Manuel Bonet -amigo de Rivas desde su adolescencia sevillana y creadores ambos del equipo artístico Múltiple- y la galerista Marta Moriarty. Eran los primeros tiempos de lo que se llamó movida madrileña -los tiempos en que una mallorquina, Ita Buades, reunía en su galería madrileña a los mejores de esa época (no a la hojalata, que tanta hubo)- y en aquellos días conocí a Juan Manuel, luego a Quico y finalmente a Marta. En fin, busqué el ejemplar en mi biblioteca y leí el artículo de Rivas; luego me puse a escribir el mío, que trataba, precisamente de Formentor y Sa Fortalesa; de ahí el impulso lector de la memoria. O eso creí -equivocadamente- en aquel momento: que había querido leerlo para calentar motores.

El martes pasado estaba viendo, sin atender en exceso, un programa de la 2 sobre la Movida madrileña cuando apareció en pantalla Quico Rivas hablando de la Galería Buades y de lo que ocurría y dejaba de ocurrir en aquel Madrid que ya es otro. "Ahora aparecerá Juan Manuel", pensé yo, mientras veía la imagen espectral del fotógrafo Alberto García Álix. Pero mi amigo Juan Manuel Bonet no aparecía. Mi mujer entró en ese momento en la sala: hablaba Quico. Le dije: "¿te acuerdas de él?". No lo reconoció. Había perdido el pelo y estaba muy desmejorado. Le recordé que había venido con nosotros al funeral de mi amigo David Fernández Miró, en La Bonanova, pero era difícil relacionar ambas figuras, la de aquella noche de 1991 y la de ahora. Entonces cogí el teléfono y llamé a Bonet. Creí -equivocadamente también- que lo hacía para contarle lo del programa y mi viaje a Lyon y que él me contara el suyo a México DF, como solemos hacer a menudo: contarnos las cosas que hacemos y nos pasan. Al poco de descolgar, Juan Manuel me dijo: "Quico murió el sábado por la noche". Y me dijo que había muerto exactamente de lo mismo que había muerto mi amigo David. En ese momento supe por qué una semana antes había sentido la necesidad de leer aquel viejo artículo, por qué había encendido el televisor para quedarme ante un programa sobre la Movida, por qué había llamado a Juan Manuel Bonet y por qué, hacía menos de un mes, había encontrado entre mis papeles un viejo reportaje periodístico que creía perdido, sobre la casa en la que vivieron, a principios de los ochenta, Quico Rivas y el pintor Dis Berlin.

Entonces recordé la última vez que nos vimos, en la fiesta de verano de Pep Pinya, hace cuatro años. Bajo los pinos del jardín, hablamos de Ruano, del libro que estaba yo entonces escribiendo, de su edición de la Poesía de CGR en Trieste y de la exposición sobre el escritor, que él había comisariado para Mapfre poco antes de conocernos. "No le digas a nadie de Madrid que estás escribiendo sobre esto", me comentó, "consideran que Ruano es suyo e igual se te adelantan". Nos despedimos con un abrazo madrileño y la promesa de volver a vernos pronto. Recordé su catálogo para la exposición Pintado en Mallorca, que promocionó en el Madrid del 87 el ayuntamiento de Ramón Aguiló y Colau Llaneras. Recordé su visita a mi casa hace diez años, tras la pista del poeta colombiano Carlos Obregón, que había vivido en Deià a finales de los 50. En esa visita se llevó de mi biblioteca El arte de la guerra, de Sun Tzu y me dejó la Poesía de Obregón. Tras la conversación con Juan Manuel -"a su entierro fueron todas sus novias, las que no están muertas" y yo pensé, sonriendo, en la escena inicial de la película de Truffaut, El hombre que amaba a las mujeres-, fui a buscar el libro de Obregón. En él encontré una hoja lanceolada que Quico Rivas dejó entre dos poemas que hablan de calas mediterráneas y un folio mecanografiado donde había escrito, sobre la dirección de Fernando Corugedo -él debió darle los datos-, una breve biografía de Obregón quien, por lo visto, lo pasó bastante mal en Deià. Al revés que Quico Rivas en Mallorca, donde por lo que sé, fue bastante feliz. A esa felicidad asocio la insistencia de su presencia justo antes y justo después de que ocurriera su muerte. Descanse en paz.