Mientras la comunidad internacional mantiene a trancas y barrancas el gobierno títere de Afganistán, el país realmente decisivo para la estabilidad de la región y para la lucha contra el terrorismo de Al Qaeda, Pakistán, se desangra a ojos vista. El asesinato de Benazir Bhutto a manos, probablemente, de las huestes del fundamentalismo islamista -Bin Laden vive con toda seguridad en el Noreste de Pakistán- pone de manifiesto que Occidente está perdiendo la batalla de la seguridad global en este superpoblado territorio en que el fracaso de la colonización británica ha dado paso a una democracia balbuciente y frágil que está a punto de perecer a manos del islamismo radical.

El temor que suscita la evidencia de esta gran vulnerabilidad de los bastiones que aún sostienen el sistema de relaciones internacionales en el Suroeste de Asia y en el entorno del Próximo Oriente se agrava hasta la patología cuando se reflexiona sobre el hecho de que Pakistán -como la India- posee armamento nuclear, que, si cayera en manos de los fanáticos, podría provocar una hecatombe inimaginable. Así las cosas, parecería natural que los países occidentales, los que basan su ser en el laicismo y en la democracia, no tuvieran en esta hora otra preocupación que taponar la hemorragia asiática.