La política exterior española debe tener brillantes recovecos, pero lo que queda a la vista resulta más bien desolador. No es fácil llevarse mal con Bush y con Chávez al mismo tiempo, ni tampoco tener enfadada a Argelia, que nos regatea el gas, y a la vez a Marruecos, que ha desempolvado el contencioso de Ceuta y Melilla. Aunque es verdad que, a diferencia del anterior, el actual Gobierno no nos ha metido en ninguna guerra en la que no estuviéramos, eso no sirve de consuelo. Da incluso la impresión de que la enorme renta negativa de aquel siniestro error de Aznar ha funcionado como partida de la que descontar todas las rotundas pifias posteriores.

Ahora, en el mejor de los casos, ya no hay saldo. La lección es: no cabe una política exterior de partido y sin los mínimos consensos, pues un Estado sólo se hace respetar cuando tiene detrás a la inmensa mayoría del país.