La cuestión no es si las playas retrocederán setenta metros -que es probable que sea más-, ni si aumentarán los días de calor -que lo harán, y mucho-, ni si el clima tropical hará que se extiendan los agentes infecciosos -que vaya si se van a extender-, y ni siquiera si los desiertos crecerán -que lo llevan haciendo desde hace milenios-, sino cuándo va a suceder todo eso. Nos pongamos como nos pongamos, en un periodo interglaciar la temperatura del planeta tiende a subir; los casquetes polares, a fundirse; los océanos, a aumentar de nivel y todos los continentes a volver al estado en el que estuvieron entre glaciación y glaciación, por poner una cifra redonda, en los últimos dos millones de años. Me lo lleva repitiendo un primo mío, geólogo él, desde que me interesé por los asuntos del calentamiento global. Así que insisto: ¿cuándo llegarán tales catástrofes?

Los expertos a que hace referencia hoy este diario, urgidos por el presidente del Gobierno a realizar un informe, no hacen sino confirmar lo que cualquier experto en paleoclima sabe. Pero los expertos se mojan las posaderas y aventuran una cifra: quince centímetros de subida del mar Mediterráneo para el 2050. Algo menos de un palmo. La pregunta que se me ocurre es, pues, otra: ¿dónde habrá puesto para entonces el planeta no la sucesión de ciclos glaciares sino la especie de primate más prolífica, contaminante y falta de sentido común que existe, es decir, la nuestra? Porque de aquí a cuarenta años, con parecida voracidad en el consumo de los recursos naturales -desde los combustibles fósiles, que andarán hechos unos zorros, a las selvas tropicales o incluso a cualquier pradera o páramo aún virgen-, lo más probable es que no queda ya en la práctica casi nada que destruir. Lo que se traduce, por si a alguien se le escapan las leyes de la ecología, en que la especie destructora no tendrá cómo sobrevivir.

Los virus suelen mutar hacia formas más benignas para con sus huéspedes y, así, no desaparecen por forzar la muerte de éstos. ¿Y nosotros? Descartada la vía del cambio genético, por demasiado lenta, ¿se impondrá alguna vez nuestra supuesta superioridad mental hasta ahora, la verdad esa dicha, en ayunas? ¿Seremos capaces no sólo de encargar estudios sesudos sino de tomar medidas políticas, económicas, educativas y, en general, sociales para evitar que de aquí a cien años, o incluso a sólo cuatro décadas, haya desaparecido el problema por colapso de la humanidad?

A escala muy menor -que es por la que hay que comenzar-, y al margen de lo en verdad importante -que es el cambio de las costumbres ciudadanas-, las instituciones están obligadas a dar ejemplo. El Consell de Mallorca intenta hacerlo marcándose una serie de actuaciones estratégicas destinadas a minimizar el impacto sobre el medio ambiente. Algunas de ellas, como la de abstenerse de contratar obras públicas a las empresas contaminantes, son no diría yo tanto morales, y ni siquiera políticas, sino penales, salvo que la contaminación industrial no esté como yo creo castigada. Pero lo crucial es saber hasta qué punto una industria contamina, pudiendo no hacerlo. O en qué medida una obra es necesaria, pudiendo sustituirse por otra de menos costes en el consumo de lo que nos queda.

En realidad muchas de las propuestas del Consell -utilizar bombillas de bajo consumo, aumentar la masa de arbolado, bajar la temperatura de la calefacción en las oficinas públicas y subir la del aire acondicionado- parecen de Pero Grullo. Pero no lo son. De eso se trata: de comenzar de una vez por todas a hablar menos y hacer algo. Tengo otro primo que sostiene que dar un primer paso, es la única manera que existe de comenzar un camino muy largo.