Para un político democrático, perder unas elecciones es una contrariedad natural, pero para un líder autocrático es incurrir en un colosal ridículo. De hecho, en los plebiscitos más cercanos que pueden servir de referencia a este culebrón caribeño, los políticos involucrados en la derrota dimitieron y abandonaron la política: De Gaulle en 1969 y Pinochet en 1990.

Percepciones subjetivas aparte, la derrota de Chávez ha provocado sorpresa en dos sentidos. Primeramente, porque nadie esperaba que este personaje ensoberbecido y atrabiliario fuese a reconocer paladinamente una derrota pudiendo manipular el resultado. En segundo lugar, es sorprendente que en un país tan polarizado en torno a un "movimiento nacional" de corte populista, la oposición democrática haya tenido tanta capacidad de convocatoria y de organización. Chávez había realizado una gigantesca campaña de publicidad y propaganda en la que él era el centro de una utópica aventura "revolucionaria" y que contaba cono la mayor parte de los medios de comunicación y altavoces sociales del país. Y, sin embargo, la madura sociedad venezolana, tan mal gobernada durante décadas (Chávez es la consecuencia más clara del naufragio del viejo parlamentarismo, corroído por la corrupción), ha comprendido que la deriva autoritaria impulsada por Chávez estaba al borde de decaer en un modelo "a la cubana", favorecido por la riqueza engendrada por los recursos petrolíferos. De hecho, el texto que se votaba el domingo, un fárrago ininteligible que ni los propios legisladores llegaron a digerir, hubiera consagrado una auténtica utopía precastrista.

Chávez ha reconocido que "por ahora" no ha conseguido apoyo para sus objetivos de instaurar el "socialismo" en su país, lo que indica que va a seguir intentándolo, quién sabe por qué vías. De cualquier modo, los optimistas deben moderar su ímpetu ya que el mandato actual de Chávez, ganado ciertamente en las urnas, no concluye hasta enero de 2013. Ello significa que tiene tiempo para idear caminos y estrategias que le permitan impulsar su proyecto de otra manera. A menos, claro está, que la oposición política y social tenga la inteligencia y la energía suficientes para constituirse como tal, para ejercer una crítica consistente y para formar un todo orgánico capaz de enfrentar a Chávez con otro candidato. Ha de tenerse en cuenta que el contexto internacional no favorece a Chávez: es previsible que la desaparición de Fidel Castro suponga una apertura política en Cuba; el experimento boliviano de Evo Morales ha encallado en su inefable e inviable pintoresquismo, y el final del mandato de Bush en 2008 augura la llegada a Washington de vientos más liberales.

Y en cuanto a España, es de imaginar que Chávez baje el diapasón de sus estridencias cuando ya no tiene sentido seguir pulsando tan intensamente las fibras nacionalistas de los suyos con la excusa del incidente con el Rey en Chile. Las empresas españolas allí radicadas tendrán que calibrar en todo caso, en términos económicos, las incertidumbres que se han abierto y, por lo tanto, deberán tomar una decisión racional en el sentido de marcharse o quedarse. Y en lo político, nuestra diplomacia tendrá que ser paciente e intentar que el tiempo discurra bajo el paraguas de la vieja pero eficaz doctrina Estrada, según la cual la amistad entre los pueblos ha de predominar sobre las características circunstanciales de la relación superestructural. Los conciudadanos de Chávez le han puesto en posición muy desairada en este pelito, y él lo sabe; no tendría sentido hurgar en la herida para forzar represalias que redundarían en un mayor alejamiento entre Madrid y Caracas que nadie en su sano juicio puede desear.