La sabiduría popular nos previene contra las mentiras de quienes han hecho una profesión del convencernos de alguna cosa. Quienes quieren influir en nuestra opinión o vendernos algo recurrirán, si hace falta, si se ven obligados a ello por nuestra obstinación, a convencernos con medias verdades, con omisiones e inadvertencias, o, en los casos menos sutiles, con embustes más o menos disimulados cuyo propósito es persuadir nuestra reticencia e inducirnos a comprarles el producto que venden. Los mejores políticos, los más hábiles comerciales de Editorial Planeta o los pérfidos columnistas se destacan precisamente por conocer y usar sin piedad con sus clientes y lectores los trucos del encantador de serpientes si con ello les venden un voto, una enciclopedia de la fauna marina o una opinión.

La ley nos obliga a la presunción de inocencia y la prudencia nos previene de que en esto de faltar a la verdad siempre hay grados. No podemos juzgar las mentiras sin matizar las circunstancias que la rodean ni la naturaleza de su engaño, poniendo a todos los embaucadores y engañadores en el mismo saco. Por otra parte, no sé si habrán observado que, en general, tendemos a pensar que los que mienten son siempre los otros: los líderes del partido contrario, los vendedores de la competencia, los discursos del escritor que tiene más éxito que nosotros, las columnas del diario en el que no escribimos. Dejamos de percibir nuestras propias mentiras como tales o, en el mejor de los casos, las aceptamos, pero disculpándolas como inadvertencias involuntarias. En cambio, no perdonamos los embustes del contrario, incluso cuando dicen la verdad.

Ahora bien, esa destreza en hacer filigranas en la frontera que separa la verdad y la mentira -como equilibristas en la cuerda floja-, esos juegos de manos que a menudo practica tanto la clase política, como un buen vendedor de coches usados o una parte del periodismo local y nacional, puede resultar fascinante si uno lo observa con voluntad estética, si aprende a aceptarlo como un mal menor del modo de vida occidental y, en lugar de juzgar las intenciones o resultados de la mentira, es decir, lo que en un poema sería el contenido, valora la habilidad del vendedor de ilusiones, es decir, lo que llamaríamos la forma en un poema.

La maña con la que el PP balear intenta pactar con UM, tratando de pasar página a la cadena de insultos que lanzaron contra su líder durante los meses previos a las últimas elecciones, la perplejidad con que de repente nos encontramos atados a la nueva oferta de telefónica, cuando habíamos jurado no volver a hacer nunca más tratos con ese diablo, la seriedad con que leemos como si fuera nuevo el mismo artículo que nuestro columnista favorito publica cada vez que no tiene nada que decir, son ejemplos de una habilidad para el enredo que puede ser juzgada estéticamente. Como un cuadro o, en general, cualquier actividad humana que requiera habilidad y empeño. Siempre y cuando no nos ilusionemos demasiado con los trucos políticos, con las prácticas comerciales de las multinacionales ni con las opiniones de los mal pagados columnistas. No hay camino más directo a la desilusión que ilusionarse demasiado con las cosas que no lo merecen.